domingo, 3 de julio de 2011

Capítulo 8

Mis crisis tienen una forma de actuar un poco peculiar.
Durante todo el mes de enero fueron y vinieron de vacaciones, alterándome de manera absoluta; pero no sólo a mí sino también a mi familia, profesoras, fisios y a mi neuróloga que, finalmente, decidió cambiarme una de mis medicinas y probar con otra.
El cambio de medicación siempre es un rollo, porque no puedes quitar una pastilla o un jarabe así de repente, tienes que ir poco a poco: un día bajas un poco la dosis de uno y subes la dosis del nuevo, durante una semana, después haces lo mismo la semana siguiente y así hasta que termines con la medicina antigua. Para
ver si las crisis se “asustan” con la nueva medicina tienes que esperar y tener paciencia, aunque hay veces que algún que otro medicamento las “ha asustado” desde la primera toma.
Bueno, pues mi nueva medicación no hizo el efecto deseado y tuve que tomar la nueva y la antigua, además entre mi neuróloga y mi madre buscaron la dosis exacta para que las crisis mejoraran.
Todas las semanas mamá llama
ba a mi neuróloga y le contaba cuántas crisis había tenido, cómo eran y cuánto duraban y entre las dos decidían si era mejor subir la dosis un poco más. Mi neuróloga siempre dice que se fía de lo que le dice mamá porque es quien más tiempo pasa conmigo y quien mejor me conoce.
Al final lograron ajustar la dosis y estuve un tiempito sin que aparecieran las crisis focales, pero las crisis de risa s
e mantuvieron firmes, ni se movieron, aunque eran menos, me asustaban tanto que me hacían llorar.

En mi colegio me lo pasaba genia
l, en la piscina hacía los ejercicios mejor y mi fisio estaba encantada conmigo, ya no me salían manchas en la piel porque mi auxiliar siempre venía puntual a buscarme cuando terminaba mi sesión y así no pasaba calor; mi profesora había empezado a trabajar conmigo un Proyecto Educativo para niños de 3años, ajustándolo a mis capacidades, porque decidió que podía trabajar más cosas. Mi conexión con el medio, mi capacidad para entender todo lo que me hablaban, mis ganas de hacer cosas, mis ganas de trabajar, hicieron que muchos de mis profes y fisios se plantearan exigirme más. Mi evolución era muy buena.
Mis padres tambi
én veían en casa que estaba más espabilada, que tenía ganas de aprender. Una de las cosas de las que avisó mamá en el cole antes de las vacaciones de Navidad fue que creía que ya estaba preparada para quitarme los pañales. No le faltaba razón. Estaba harta de esos pañales molestos, calurosos e incómodos. Cuando me ponían en el baño siempre hacía mis necesidades sin problemas. La única dificultad era que no podía comunicarlo, como no hablo, ¿cómo podía decir que tenía ganas de hacer pis? Sin embargo, mis padres me enseñaron un gesto para pedirlo: darme golpecitos en mi barriga si tenía ganas. De todas maneras ya estaba hecha una campeona a la hora de aguantar, podía pasarme dos horas sequita, sequita y cuando me preguntaban si quería ir al baño, me daba en la barriga y… ¡al baño!

Después de las Navidades comenzó el reto pañales.
No sé si fueron los nervios, la emoción, o qué, pero en el cole me costó mucho aguantar las ganas. Los primeros días llegaba a casa con toda la ropa de muda empapada y mamá siempre me decía que no pasaba nada que ya me acostumbraría. Pero, ¿por qué en casa sí aguantaba?

Supongo que tendría que esperar y adaptarme a esa nueva situación. Lo que no podía imaginar era que no me iba a dar tiempo para adaptarme.
Estando mamá en su médico porque le dolía el oído, recibió una llamada en su teléfono pequeño. Dice que su corazón le saltó en el pecho y empezó a latir más fuerte cuando al otro lado una voz le dijo que llamaba del Hospital 12 de Octubre de Madrid. Se quedó sin habla cuando la voz le dijo que mi operación se iba a realizar el lunes 14 de febrero y por ello era aconsejable que ingresara el día 9 de febrero para hacerme algunas pruebas.
¡¡¡Dios mío!!! No me extraña que mi madre se quedara sin habla. ¡¡¡¡Estábamos a 8 DE FEBRERO!!!

Eso quería decir que había que organizar todo en menos de un día, el ingreso tenía que ser a las 6.00 de la tarde. Mamá sólo acertó a decir que si sabían que vivíamos en Las Palmas de Gran Canaria, que no vivíamos a la vuelta de la esquina. La voz le dijo que si quería podía retrasar la cirugía, pero que eso implicaría estar otra vez en lista de espera.

Ese día mis padres organizaron cada uno una parte: mi madre avisaría a mi abuela materna que se mudaría a casa para quedarse con Natalia, de esa manera mi hermana no sufriría muchos cambios mientras estuviéramos en Madrid; avisó al colegio de Natalia, avisó a mi colegio, mis profesoras, mis fisios; avisó a mis médicos, ya que la semana siguiente resultaba que tenía todas mis revisiones con mis verdes-rosas y había que anular las citas; avisó a mi enfermera, pues tocaba ponerme la hormona justo al día siguiente de irno
s; además tuvo que organizar la casa, mis medicinas, las maletas… Papá se encargó de buscar los billetes de avión y recoger a Natalia en su cole. Gracias a que él también es muy organizado y previsor ya tenía hablado con su compañero de trabajo todo lo que debía hacer en el caso de tener que irnos rápidamente a Madrid; tuvo que dejar todas las tareas de su trabajo bien “amarradas” al igual que alguna cosa de la casa. Pero lo más duro para él fue darle la noticia de nuestro viaje a Natalia. Por lo visto, se impresionó tanto que se quedó mirando a mi padre y se echó a llorar desconsoladamente. Mi pobre hermana sólo decía que era muy pronto, que nos habían dicho que avisarían una semana antes de la operación, de esta manera no le iba a dar tiempo para despedirse en condiciones de nosotros.
La tarde se hizo interminable, Natalia quería estar con mis padres y yo veía que ellos hacían lo posible para estar con ella, pero al mismo tiempo necesitaban organizar todo. Creo que estaban muy nerviosos, pero saben disimular muy bien. A pesar de todo siempre tenían una sonrisa para mi hermana y para mí.

El miércoles, 9 de febrero, mi abuelo nos llevó al aeropuerto muy temprano. Ya estábamos de camino hacia mi deseada operación. No me lo podía creer, por fin iba a poder deshacerme del señor hamartoma.
Sin embargo, la mañana empezaba con algún contratiempo. Cuando mi padre fue a facturar la señorita del mostrador le dijo que nuestro vuelo no saldría hasta aproximadamente las 2.00 de la tarde. Teníamos un retraso de casi cuatro horas. Mis padres se quedaron blancos del susto. No podía ser, teníamos que estar en el hospital a las 6.00. Había que hacer algo.
Entonces mamá sacó el papel que le habían
mandado de Madrid donde especificaba el día, la hora de ingreso, la fecha de la operación, y se lo dio a papá para que lo enseñara a la señorita. Tenían que arreglar como fuera nuestra situación. Después de un largo tiempo de espera, viendo pasar los minutos y cada vez más angustiados, papá se acercó al mostrador y allí le dieron unos billetes para otro vuelo que salía a las 11.00 de la mañana. Todos respiramos aliviados.

La llegada a Madrid fue muy justita. Mi tío-abuelo nos fue a buscar y sólo nos dio tiempo para llegar a casa, hacer una pequeña maleta con ropa para mamá y para mí, mis medicinas, mi biberón y alguna cosilla más que mamá preparó. Fue increíble. Mis padres terminaron por reírse cuando entramos al hospital a las 6 en punto de la tarde. ¡Increíble! ¡Qué puntualidad!

El hospital era un edificio muy grande como la casa de los doctores de Las Palmas, había un edificio para las personas mayores y otro para nosotros que se llamaba Materno- Infantil.

Al llegar nos hicieron esperar en una sala junto a otros niños y cuando llegó una enfermera cargada de carpetas, creo que eran nuestras historias clínicas, nos llevó a nuestra planta. Subimos hasta la planta 8 y nada más entrar encontramos a varias enfermeras muy atareadas, con muchos papeles y hablando con varios padres a la vez. Una de ellas dijo mi nombre en alto y mamá se acercó enseguida al mostrador, otra le dijo a mi padre que me iba a pesar, a medir, a tomarme la tensión y la temperatura. Yo miraba a todas partes, me sentía asustada porque oía a los niños llorar, la gente hablar, me llevaban a una habitación, después a otra, me pusieron algo en el brazo que se inflaba y oía a mamá responder a una infinidad de preguntas sobre mis medicinas, el horario de toma de cada una, las dosis, mi alimentación por la mañana, al mediodía, por la noche, mi talla de
pañal, de pijama, si había cenado ya, si teníamos medinas en ese momento…
Menos mal que mamá siempre es muy previsora y me llevó todas las medicinas e incluso la cena porque, según la enfermera, como ya era un poco tarde (las 8.00) los niños de allí ya habían cenado y las medicinas eran difíciles de pedir a la farmacia a esas horas.


La habitación (811) tenía dos camas con una mesa de noche cada una y otra mesa que se quedaba plegada y la utilizaban para poner las bandejas de la comida, dos sillones azules y dos sillas blancas. No había decoración, nada en las paredes, enfrente de las camas dos grandes cajas marrones con ruedas, resultaron ser armarios, se abrían por uno de los lados, no de frente, y escasamente había tres perchas, su estrechez sólo permitía colgar el abrigo y alguna cosilla más. La única decoración de las paredes eran los carteles que te informaban cómo podías poner la televisión, llamar a la enfermera, utilizar el termómetro y los dos ventanales que te dejaban ver entre los edificios algo del cielo de Madrid. Una pequeña puerta justo a la entrada con un gran cartel en ella te informaba que era el baño de” USO EXCLUSIVO PARA LOS PACIENTES”.
La enfermera nos dejó encima de mi cama una t
oalla, una manta y un pijama amarillo tan desteñido que apenas lograbas ver el color, sé que tenía rayas blancas porque la enfermera le dijo a mi madre que ese era el pijama que me correspondía por mi edad. Todos los días me dejarían uno.
Lo mejor de la habitación fue la compañía. Mi primera compañera era una niña de mi edad, malagueña, la acompañaba su abuela y las dos nos ayudaron muchísimo los primeros días allí. Mamá congenió muy bien con la abuela y a veces se turnaban para ir a tomar café y no dejarnos solas. La pobre había entrado para ser operada pero se puso malita con mucha fiebre y no pudieron hacerle nada.
Mi primera noche fue normal, estuve jugando en mi cama mientras mis padres organizaban las cosas y se
enteraban bien de las normas. De repente entró en la habitación una señora muy extraña, parecía una verde pero su vestimenta no era igual, su bata estaba llena de dibujos y adornos colgando. Tenía unas gafas enormes y una nariz que parecía de payaso, roja y redonda.
Se presentó como la Dra. Amnesia de la Fundació
n Theodora. Ella y sus amigos representaban el toque humano y divertido de la medicina. Su trabajo consistía en hacernos pasar un rato divertido a los niños que debíamos estar en aquel lugar, entretenernos, hacernos reír y al mismo tiempo enseñarnos. A lo largo de mi estancia en el hospital conocería a más compañeros de la Dra. Amnesia que me hicieron reír mucho incluso a mis padres; también me visitaron después de operarme, pero no lo recuerdo. ¡Muchas gracias a la Fundación Theodora !

Cuando cené y me tomé mis medicinas, papá se marchó y mamá se quedó conmigo. Oí a mamá abrir el gran sillón que había al lado de la cama, el respaldo se hacía hacia atrás y entre él y el asiento se quedaba un gran hueco vacío. La abuela de mi compañera avisó a mamá que lo mejor era que enrollara una manta o una sábana y la pusiera en el hueco porque si no se iba a dejar los riñones fotocopiados allí, que pidiera una almohada y de esa manera podía ser un poco más confortable la cama. No se pueden imaginar hasta qué punto, con el tiempo, se convirtió en confortable esa cama.
Yo dormí toda la noche, pero creo que m
amá no. En alguna ocasión, durante la noche, noté que me levantaban el brazo y me ponían una especie de bolígrafo que al rato sonaba. Después supe que era un termómetro y que me despertaría o lo notaría varias veces a lo largo de las noches.
La enfermera entró muy temprano, me puso otra vez el termómetro y le dijo a mamá que los médicos pasarían en cualquier momento. Papá llegó al instante.

Mi neurocirujano apareció y nos presentó a todos los que formaban el equipo de neurocirugía: una doctora con el pelo muy blanco y unas gafas de pasta negra nos sonrió, con el tiempo nos dedicaría más de una sonrisa de ánimo; otra doctora con el pelo largo, también con gafas que escondían unos ojos muy pequeñitos, y que al sonreír se hacían más pequeños todavía que le daban una imagen amable, era joven y a pesar de su juventud, nos demostró que sabía mucho sobre mi enfermedad y cómo tratar los problemillas qu
e podían surgir; una doctora muy silenciosa siempre les acompañaba, apenas hablé con ella durante mi estancia, sólo la veíamos escuchar y apuntar; había otro doctor igual de silencioso, creo que no era español, tenía los ojos rasgados y el pelo muy negro de punta; sin embargo en el equipo estaba otro doctor que sí se mostró más cercano con nosotros, quizás porque era canario, y estaba allí para aprender más cosas sobre su profesión.
Mi neurocirujano empezó a explicar que durante ese día me harían unos análisis, que la operación sería el lunes a primera hora de la
mañana, que se trataba de una operación muy complicada y difícil dada la situación del hamartoma. El señor hamartoma se había escondido en lo más profundo de mi cabeza y llegar hasta él no iba a ser fácil, había que ir por caminos muy estrechos, no dañar nada, como las arterias, o el nervio óptico, todo eso supondría un peligro; corría el riesgo de que mis arterias se “asustaran”, produciendo un espasmo, significaría entonces que me daría lo que ellos llaman una isquemia o infarto cerebral. Había más riesgos, muy malos, pero el peor para mí era que podía no volver a ver a mis padres ni a mi hermana, que podía quedarme en ese hospital para siempre o irme a otro lugar.
No quería escuchar más así que me pu
se a llorar para que dejaran de hablar y me hicieran un poco de mimos. Lo conseguí.
Mi neurocirujano y su equipo se despidieron de nosotros y por último nos dijo que para no pasar el fin de semana allí me darían el alta, pero tendría que ingresar otra vez el domingo por la noche par
a empezar a ponerme el tratamiento.
Nos alegró esa noticia, era genial que pudiéramos estar en casa tranquilos y ver a la familia durante esos días. Sin embargo, mis padres estaban preocupados porque ese día me tocaba ponerme la hormona y a pesar de que los médicos lo habían avisado, las enfermeras nos daban largas: unas nos decían q
ue era difícil conseguir la hormona; otras nos pedían la hormona a nosotros; otras que teníamos que esperar hasta el día siguiente, cuando sabían que no era posible, pues la hormona tengo que ponérmela el día que me toca, no un día después. Total, todo eran problemas.
Mis padres esperaron y esperaron y decidieron que no nos íbamos a mover de allí hasta que nos dieran una solución. ¿No estábamos en un hospital? ¿Cómo es que no podían conseguir una medicina? Finalmente, a las 8.00 de la tarde pudimos salir e ir directos a casa para descansar, coger fuerzas y prepararnos para lo que iba a ser la experiencia más dura, cruel y desespera
nte.

Domingo, 10.00a.m. Suena el teléfono de papi y una voz familiar pregunta por los familiares de Daniela. De repente todo fueron prisas, la bolsa con ropa se hizo otra vez rápido, mi tío-abuelo, siempre pendiente, nos esperaba en la puerta de casa con su coche. El doctor que llamó nos dijo que tenían que hacerme una prueba antes de la operación y que era mejor que estuviera lo antes posible en el hospital.
La llegada al hospital la hicimos apenas una hora
después de la llamada. Nos cambiaron de habitación (801) y allí nos encontramos con otra niña, mayor que yo y sus padres.
El médico, el de Canarias,
nos visitó nada más llegar y nos explicó la prueba que quería hacerme. Se trataba de hacerle a mi cerebro unas fotos para que una vez en el quirófano pudieran saber los caminos que debían tomar; según oí que le explicaba a mis padres tenían un aparato al que me conectarían en el quirófano y les iría indicando los recovecos de mi cabeza, era como esos aparatos de los coches en los que habla una mujer que te dice la calle por la que tienes que ir para llegar al lugar indicado. Mis padres aceptaron y el médico fue a buscar el material necesario para hacerme la prueba. Al cabo de unos minutos volvió con unos botones de plástico, un rotulador y una maquinita de las que a veces usa papi para afeitarse. ¡¿Ya me iban a cortar el pelo?!
Gracias a Dios, sólo me rapó un poco la cabeza en la coronilla y allí pegó uno de los botones y con un rotulador de esos que llaman permanentes, lo marcó haciéndole un círculo alrededor; hizo lo m
ismo con los demás que colocó a lo largo de mi frente. La dichosa marca del rotulador no se me quitaría hasta bastante tiempo después, por más que me lavaran. Todo para nada.
Para nada, desgraciadamente. La prueba era como cuando me llevan a la casa de la señora resonancia, es decir, tenían que ponerme esa cosa que se llama anestesia (ya sé decirlo bien), así que no podía comer nada, y sólo me la pueden poner unos señores que se l
laman anestesistas.
Yo estaba muerta de hambre y el médico tardaba mucho. Mis padres empezaron a sospechar que había algún problema. Y así fue.
Voy a explicarlo lo más detallado posible a ver si lo entienden porque nosotros, a día de hoy, todavía no lo entendemos. Mejor dicho, no nos lo creemos.
El aparato, como el de la resonancia, estaba en el edificio de los adultos, eso no era problema pues el hospital se comunicaba por debajo, a través de largos pasillos. El edificio de niños tiene sus anestesistas y el edificio de adultos los suyos. ¿Quién me iba a poner la anestesia? Por ser una niña debía ponérmela un anestesista de niño, ¿no? Pues no, va a ser que no. ¿Por qué? Porque los anestesistas de niños dijeron que ellos sólo anestesian en nuestro edificio no v
an al edificio de adultos.
Bueno…. Vale… Pues no pasa nada. Vamos a decírselo a los anestesistas del edificio de adultos, además el aparato está allí, así que era de imaginar que no les importaría.
Pues sí. Sí les importó. ¿Por qué? Porque dijeron que ellos son anestesistas de adultos no de niños, que si los de niños estuvieran muy, pero que muy ocupados entonces sí les hacían el favor, pero si era por el simple hecho de no querer ir a su edificio, pues que ellos tampoco iban a hacer su trabajo.

¿Qué creen que pasó con la prueba? Eso. No se hizo. Y yo me quedé con la marca de "los botones" hecha con el rotulador en mi frente y en mi cuero cabelludo durante mucho tiempo. Menos mal que no era un prueba importante, sólo una prueba más, es decir, si no se hacía no pasaba nada, pero mi pobre neurocirujano canario se quedó fatal, desolado, fastidiado. El quería aprovechar todos los adelantos que ofrecía el hospital, para eso estaban, pero hacernos ir más temprano, tenerme en ayunas tantas horas, y la poca profesionalidad de algunas personas, hizo que nos pusiéramos tristes todos.
Ya eran las 4.00 de la tarde (llevábamos allí desde las 12 de la mañana) y por fin me dieron algo de comer. Me sentó de maravilla y al tener mi barriga llena, mis ojos accionaron su palanca y empezaron a cerrarse hasta que caí en un sueño profundo y placentero. Me eché u
na buena siestecita.

Yo creí que ya me iban a dejar en paz, pero estaba equivocada, lo peor estaba por llegar. Cuando me desperté de mi siesta, mis padres estaban allí y me alegré al verlos. Creí que se habían marchado a casa y me habían dejado allí sola, pensé que como había tanta gente vestida de blanco ellas me iban a cuidar mientras me quedara en su casa, pero no, mis padres estarían conmigo sie
mpre, y cuando digo siempre es siempre.
La habitación se fue oscureciendo y las luces aparecieron por el pasillo iluminando todo. Se acercaba la hora de ponerme un tratamiento para la operación. Nos habían dicho que era necesario ponerlo antes para que mi cerebro no sufriera, era una especie de hormona que seguramente disminuiría durante la cirugía, por eso era bueno reforzarla. Todo parecía fácil, le habían dicho a mi madre que me la darían disuelta en agua en una jeringuilla, y como yo soy muy buena tomando las medicinas pues no había problema; a ver, soy buena si saben bien, pero como sepan un poco asquerosa me dan ganas de vomitar. Mi madre dice que a pesar de todo soy muy buena, porque hay algunas que saben a rayos, y ella lo ha comprobado, pues siempre prueba un poco de las medicinas para saber con qué me las puede dar, con leche, zumo, para que no sepan tan mal.
La cosa cambió cuando una
de las enfermeras apareció con una de esas bandejas de cartón con una jeringuilla, una aguja y no sé qué cosas más. Mamá me cogió y me puso sentada en sus piernas, me extendieron el brazo y me amarraron una cinta elástica en lo alto del brazo. Yo pensé que me iban a hacer un análisis como el que me hacen en Las Palmas cada dos meses, es decir, pinchar, esperar a que salga el líquido rojo, y ya está. Pero aquello fue distinto.
Empezaron a pincharme en un brazo pero a medida que sacaban poco a poco la aguja un tubito se me iba quedando dentro, un tubito que parecía un hilo muy muy fino. Parecía que todo estaba acabando, pero de repente oía a la enfermera decir:”No me lo puedo creer se ha roto la vena, ya teníamos la vía cogida. ¡Qué mala suerte!”
La misma operación se hizo en el otro brazo para ponerme lo que ellas llamaban una vía. No resultó, así que probaron otra vez y otra vez y otra vez, en las piernas, en la mano…
Las tres enfermeras que estaban allí, sudaban; también mi madre, lo notaba pues estaba sentada encima de sus piernas, su corazón latía cada vez más fuerte, sobre todo cuando volvía a repetirse la misma imagen: la aguja salía, el tubito se quedaba y mi brazo de repente se hinchaba un poco y aparecía un cardenal, la vena se había roto otra vez. Yo lloraba sin parar y terminé sudando
como todas y mis crisis aparecieron para fastidiar un poco más.
¿Para qué me tenían que poner esa
vía? Parece que los médicos querían ponerme el tratamiento a través de ese tubito porque así llegaba mejor hasta donde ellos querían, dentro de mi cuerpo, mejor que si me tomaba la medicina por la boca. Finalmente las enfermeras se rindieron, no querían hacerme sufrir más. Fueron a hablar con los médicos y les explicaron que mis venas se rompían con mucha facilidad. Por fin me dieron la medicina por boca.

Mis padres se relajaron un poco aunque mi padre tenía una expresión triste porque no puede verme sufrir. La situación nos había puesto a todos nerviosos, agotados. Noté a mi madre que se relajaba también y que de sus ojos caían unas gotitas. Estaba llorando.
El gran día estaba cerca, sólo quedaban unas cuantas horas. La mañana iba a ser ajetreada, pues la enfermera de la noche avisó a mi madre que me tenía que bañar muy temprano. Yo iba a ser la primera en entrar al quirófano.
A las 6.30 de la mañana entró una enfermera en la habitación y dejó un pijama limpio sobre la cama. Ya teníamos que levantarnos y prepararnos.
Mamá llenó una palangana con agua y con una esponja que no necesitaba ponerle jabón pues ya estaba en ella, me bañó, me puso el pijama limpito, me peinó y me dio la medicina. Papá llegó cuando yo ya estaba guapita.
Al cabo de un rato apareció un señor muy grande y muy serio. Quitó algo de las patas de mi cama y ésta empezó a moverse. Yo me levanté para ver dónde íbamos, pero el señor me empujó hacia atrás y me dijo que tenía qu
e estar tumbada. Recorrimos un largo pasillo, cogimos un ascensor y cuando salimos nos encontramos con mi neurocirujano y su equipo muy sonrientes: “¡Hola Daniela, buenos días! ¡Vaya, si pareces un robot con esos botones en la cabeza! Enseguida nos vemos”, nos dijo.
Pasamos a otro largo pasillo
que finalizaba con una gran puerta de cristal con letras rojas: ANESTESIA. Sólo entramos mamá y yo, papá tuvo que esperar fuera.
La gente iba de un lado a otro, se saludaban unos muy serios, otros sonrientes. Sólo le daban órdenes a mamá: “Póngase esta bata; póngase este gorro; quítele el pijama a la niña; dígame qué medicación toma la niña; que se tome esta medicina; que no se mueva; espere aquí enseguida la pasarán al quirófano”.
Éramos tres niños en la sala de anestesia. Uno muy pequeño lloraba porque, según su madre, tenía mucha hambre. Yo también tenía hambre, ya eran las 8.30 y no había desayunado, aunque sabía que no me podían dar nada; ya conocía a la tal anestesia. Primero se llevaron al bebé en su cunita y esta vez fue su mamá la que lloró al darle miles de besos; después otros señores vinieron a buscar al otro niño y nos quedamos mi madre y yo solas en esa sala fría, bueno exactamente solas no, había un señor detrás de una mesa, con su cara “incrustada” en unos papeles, así que era como si estuviéramos solas. Mamá empezó a darme
besos y a hablarme: “Tienes que ser fuerte Daniela. Ya verás que todo sale bien. Van a intentar quitarte al señor hamartoma, pero no sé si él querrá salir del todo. No sé si podrán conseguirlo, pero pase lo que pase, sabes que papá, mamá, Natalia y todos te queremos mucho y que eres la niña más bonita que hay en este mundo. Te quiero mucho”.
Yo le di un beso sonoro.
Empezaba a tener frío pues sólo estaba con los pañales, así que mamá me tapó lo mejor que pudo con una sábana que raspaba un poco y me acomodó bien la almohada. Me quedé sú
per a gustito y juntas jugamos un poco a cantar las canciones de mi grupo favorito Los cantajuegos.
Llegó la hora. Un señor con un pañuelo en la cabeza que parecía un pirata me dijo que nos íbamos de paseo y mamá se despidió de mí con miles de besos, como había hecho la otra mamá, pero la mía no lloró; yo le correspondí con esos besos “volaos” que sé dar.
No recuerdo lo que pasó. Sé que me pusieron en otra cama, un poco más fría, en el techo había unas luces muy grandes y la habitación estaba llena de aparatos. Sé que me pusieron algo, que me pincharon en mis m
anos y que poco a poco me fue entrando un profundo sueño, un sueño placentero, un sueño relajante. Un sueño en el que me gustaba estar y del que no quería salir.

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Efectivamente, Daniela se adentró en un gran sueño. Un sueño largo. Ella no estaba, no sentía. Así que a partir de ahora yo, su madre, les contaré lo que ocurrió.

Salí de la sala de anestesia y me encontré con parte de la familia esperando: los abuelos paternos, que habían llegado de Las Palmas el día anterior, el tío-abuelo (el del pañuelo) y su mujer, mi hermano y su novia. Todos esperamos durante horas. Todos mirábamos continuamente la puerta por donde yo había salido.
La mañana pasó y la hora de comer había llegado. Algunos hicieron turnos para llenar el estómago con algo y subir enseguida, pero
nosotros no teníamos hambre. No queríamos movernos de allí. La sala se llenaba por momentos de gente que esperaba como nosotros a que saliera alguien por aquella puerta y les diera buenas noticias sobre su hijo/a, gente que esperaba para entrar a ver a sus hijos ingresados en la UCI, que estaba en la misma planta; gente con expresión triste, desolados, con síntomas de haber dormido muy poco, con bolsas de comida, agua, mantas, almohadas. Parecía que habían dormido en aquella sala esa noche.
Las horas pasaban cada vez más lentas, apenas había conversación, el cansancio se iba apoderando un poco sobre todos nosotros. Sin embargo ninguno decíamos nada, intentábamos sonreír de vez en cuando, hablar de cualquier cosa, entretenernos unos a otros. Hicimos un buen grupo la verdad. Nos sentimos totalmente acompañados.

Sobre las 4.00 de la tarde vimos que aparecía el médico de Canarias, el que le había puesto los “botones” en la cabeza a Daniela. Su cara era el vivo reflejo del cansancio. Su cuerpo se iba hacia delante al caminar com
o si le costara tirar de él. Se acercó a nosotros y nos dijo: “Todo ha salido bien. Están cerrando. En breve saldrán a informarles”.
Una hora y media después entre un grupo de gente que se apelotonaba justo en la entrada de quirófanos, me pareció ver una cara conocida con un gorro verde que nos hacía señas con la mano: ¡Era el neurocirujano!
Corrimos hacia él. Expresaba alegría, sonreía.
- Bueno, ya está. Todo ha salido bien. Están terminando de cerrar. Hemos logrado quitar un 90% del tumor. Creemos que no ha sido dañado el nervio óptico. Ha sido una operación complicada y difícil, hemos tenido que adentrarnos hasta poder llegar al hamartoma por caminos entre arterias, de 2x2 milímetros, intentando en todo momento no dañar ninguna arteria. Creo que ha salido todo bastante bien. Cuando terminen de cerrar, le haremos un TAC de comprobación, pasará a la UCI y os avisarán para que podáis entrar a verla. Tardará un poco en despertarse, está sedada, y su ojo derecho lo tiene hinchado y cerrado. Ya os dije que estará un tiempo largo con ese ojo cerrado, pues es una de las consecuencias de la manipulació
n que hemos tenido que hacer, ya que hemos abierto por el lado de la sien derecha hacia atrás y eso afecta un poco a la movilidad del párpado, pero es recuperable. Bueno familia, espero que todo siga así de bien. Os dejo porque tengo otra operación. Ya nos veremos mañana.

Todos nos abrazamos. Lloré abrazada al papá de Daniela que se mantuvo siempre a la expectativa. Todavía quedaba pasar por el posoperatorio. Y tenía razón.
A las 6.00 nos dijeron que ya podíamos pasar a ver a Daniela.
La UCI era una sala enorme, rectangular, te adentrabas en un largo pasillo que te exhibía a ambos lados las camas con los pequeños niños llenos de tubos, máquinas y algún que otro peluche.
Daniela estaba en el box14.
¿Cómo d
escribir su aspecto? Recuerdo que sólo pensé: “No es mi Daniela”.
Su cara estaba hinchada, su cabeza la cubría una venda a modo de turbante por lo que no se apreciaba la herida, su ojo derecho estaba más hinchado que el izquierdo, amoratado y los dos permanecían cerrados; de su boca salían dos tubos bastante gruesos, de su nariz otros dos tubos menos gruesos, pero supongo que igual de
incómodos. Estaba desnudita, sólo la cubría de la cintura hacia abajo una sábana muy fina. Tenía unos parches en su pecho y una tablilla en la mano que le servía de apoyo, cubierta con una venda por la que se podía ver las entradas de las vías; otra vía le salía del pie derecho y de la ingle, así como una sonda urinaria. Dos aparatos enormes la vigilaban a ambos lados de la cama, como guardaespaldas, ante cualquier cosa anormal enseguida daban la alarma. El tiempo nos enseñaría a convivir con ellos, a no “saltar” del asiento cada vez que sonaba un pi-pi-pi, nos enseñaría a controlar las pulsaciones, las inspiraciones, expiraciones a través del respirador artificial, la temperatura corporal, la tensión y la saturación de oxígeno.
No olía a Daniela, sus manos y sus pies esta
ban fríos. Le dimos miles de besos y le hablamos esperando a que se despertara, aunque nos habían dicho que podía tardar pues permanecía sedada. El despertar podía ser muy lento, había pasado por una gran operación y había que darle tiempo a su cuerpo y a ella, había que esperar a que decidiera volver con nosotros.

La UCI tenía unas normas. Una de las enfermeras que iba a cuidar a Dan esa primera noche nos explicó que había unos horarios
de visita: por la mañana de 12.00-2.00; la tarde de 5.00 a 9.00 y la noche de 12.00-7.00. Nos quedamos tranquilos cuando supimos que podíamos dormir junto a Dan aunque fuera en uno de esos sillones grandes azules. Ya sabíamos cómo acomodarnos en ellos.
Muchas enfermeras se encargaron de cuidar a nuestra Daniela mañana, tarde y noche durante el tiempo en aquella gran sala. Cada una se desvivía por ella y por nosotros, permanecían a su lado controlándole todo lo que se podía controlar, tenían una mesa y una silla en cada box en donde permanecían sentadas apuntando todo lo que los aparatos marcaban, preparando la siguiente medicación, controlando todo para poder dar información a los médicos.
Estuvimos con ella solo un ratito, hablándole, acariciándola, dándole besos, pero cuando nos dijeron que ya teníamos que marcharnos todavía no había despertado. Nos fuimos a casa con la esperanza de que despertara en cualquier momento aunque también con la angusti
a al pensar cuál sería su reacción si despertaba y no nos veía cerca.
Mi cuerpo empezó a darme señales de que algo en mí no iba bien, me encontraba mal, con síntomas de resfriado mezclado con cansancio, así que decidimos que la primera noche con Dan en la UCI la pasara su padre y yo iría por la mañana, los abuelos nos relevarían por la tarde. Sabiendo los horarios de la UCI era más fácil organizarnos para los turnos.

Las noticias de la mañana fueron confusas: que si Dan había sufrido una crisis, que si le habían hecho una resonancia de urgencia, médicos por un lado, por otro. La mañana pasó y mi marido y su madre permanecieron en el hospital acompañados por la incertidumbre, la preocupación y la desesperación por saber algo. Nadie les decía nada, no les dejaban ver la resonancia, lo único que les decían era que tenían que esperar a que llegara el neurocirujano por la tarde y él les explicaría la situación.
La tarde llegó y el abuelo fue a hacer su turno. Yo seguía enferma así que me quedé en casa pegada al teléfono deseosa de noticias.
El teléfono sonó por fin y el papá de Dan no sabía cómo decirme lo que había pasado, su voz se entrecortaba, no por problemas
telefónicos sino por problemas de emociones y sentimientos, no paraba de llorar, no podía hablar conmigo.
El abuelo intentó explicarme la situación: “Anoche Daniela tuvo lo que creían una crisis, pero los médicos no estaban seguros y le han hecho una resonancia de urgencia. Hemos estado con el neurocirujano y nos ha enseñado la resonancia en donde se aprecia que Daniela ha sufrido dos infartos cerebrales, uno en el tálamo al que no le dan much
a importancia y otro en el tronco cerebral que es el que les preocupa muchísimo. Nos ha dicho que cuando le avisaron de lo que había pasado se derrumbó y pensó que la cosa estaba muy fea, pero cuando examinó a Dan y le hizo unas pequeñas pruebas le pareció que a pesar de haber sufrido los infartos había esperanza de una recuperación. Sólo hay que esperar.”

Intenté calmarme y le pedí al abuelo que me volviera a pasar con mi marido. Hablé con él lo más pausado y relajado que pude. Mi
intención era ir lo más rápido posible al hospital pero no me dejaban, pues tenía unas décimas de fiebre y un buen catarro, no iba a poder entrar en la UCI y era mejor esperar a ver cómo evolucionaba Daniela.
Al final logró calmarse y me pudo explicar lo que ocurrió esa noche en la UCI: “Estaba sentado a su lado observándola y de repente sus brazos empezaron a moverse haciendo rotaciones hacia dentro a la vez que levantaba los hombros. Me pareció que era como cuando le dan las crisis focales que se le ponen los brazos rígidos, pero esto era distinto porque sus brazos no paraban de moverse, los dos a la vez. Entonces avisé a la enfermera y me dijo que sí, que parecían crisis, pero aún así llamó al médico de guardia y le administraron un medicamento para frenar la supuesta crisis. Parecía que se le había parado, pero al cabo de unos minutos volvió a hacer los mismos movimientos, entonces llamaron a los neurocirujanos y cuando me quise dar cuenta estaban diciendo que le tenían que hacer una resonancia de urgencia. Cuando la volvieron a traer parecía más tranquila pero seguía dormida. En ningún momento abrió los ojos. Me han d
icho que han preferido mantener la sedación por si le repite algo, ahora hay que estar muy atentos aunque ellos creen que es poco probable que le repita.
Nuestra hija está en coma, no saben cuándo va a despertar, no saben por qué le han dado los infartos, ya sabes que era uno de los riesgos de la operación, pero el neurocirujano está desconcertado pues me ha explicado que tomaron todas las medidas oportunas para evitar esta situación, me explicó que durante la operación “lavaron” las arterias para que no se produjeran espasmos arteriales y evitar así los infartos, pero hemos tenido mala suerte pues los infartos se han producido en el lado contrario a la cirugía. No saben qué secuelas neurológicas podrá tener Daniela una vez que se despierte, ni si se va a despertar. Que había riesgo vital. También me ha explicado que los movimientos que tuvo son movimientos descerebrados porque no son ordenados por el cerebro.
¿Te acuerdas de todas las posibilidades que nos plantearon sobre cómo podía nacer Daniela cuando estabas embarazada de 8 meses? Pues ahora tenemos otra vez un abanico de posibilidades si Dan despierta: puede evolucionar y recuperarse lentamente ya que estamos hablando de una niña de 4 años cuyo cerebro está en desarrollo y es capaz de reponerse a todo; puede despertar y quedarse como un “vegetal”, postrada en una cama, desconectada con
el medio; puede que se mantenga en coma con respiración asistida durante tiempo sin posibilidad de saber cuándo despertará; puede que no aguante las secuelas de los infartos y que decida “marcharse”.

Esta vez era yo la que no sabía qué decir, mis ojos estaban nublados, mis lágrimas caían como cascadas, sólo quería correr y abrazar a mi hija, pero tenía que ser consecuente, fuerte, y esperar.

En cuanto remitieron los síntomas de mi resfriado me dirigí al hospital para ver a Daniela. Su estado seguía igual aunque nos dijeron que reaccionaba a estímulos y eso era una buena señal. No había tenido más crisis ni se habían repetido movimientos similares a los del infarto, pero seguía en coma y a finales de semana empezaría a tener una fiebre muy alta. A esta fiebre se le unieron unos vómitos muy raros, residuos gástricos con sangraza, que le daban un aspecto lastimero. Nunca pensé que un cuerpito tan pequeño, tan frágil, pudiera aguantar tantas cosas.
Durante ese fin de semana su estado empeoró muchísimo. Los médicos eran muy pesimistas, su neurocirujano que siempre se mostraba optimista y veía en Daniela una niña fuerte que podía superar la situación, lo veíamos abatido, triste, sin esperanzas, cuando nos hablaba sus ojos se inundaban.
La fiebre cada vez era más alta, era una fiebre central, interna, es decir, no era una fiebre por una infección que con antibióticos podría
remitir. Pero no, aunque tenía antibióticos, este tipo de fiebre la manda el cerebro. Todo en su cabeza estaba descontrolado, su cuerpo no podía hacerle frente a esa temperatura que llegó hasta 42º. Los médicos ordenaron inyectarle a través de las vías suero frío, ponerle en su cuerpo gasas empapadas de agua fría, las cuales había que cambiárselas constantemente pues se calentaban enseguida, ponerle ventiladores a los lados de su cama para refrescarla.
No se pueden imaginar cómo estaba su cuerpo: ¡helado! Pero la fiebre persistía. Todo lo que se le ponía no surtía efecto. Las noches fueron tremendas, los vómitos aumentaron y su estado cada vez era peor.
Los médicos nos avisaron que en cualquier momento podíamos perder a Daniela.

Siempre he dicho que nuestra vida con Daniela ha sido, desde que nació, como una montaña rusa, un ir y venir de alegrías, tristezas, de noticias buenas, noticias malas, esperanzas, desesperanzas. Algo en mi interior me daba golpes de incredulidad, no es que no quisiera aceptar la situación, yo sabía l
o que estaba pasando, estaba viviendo esa situación y siempre he sido muy realista, sin embargo a pesar de ver a Daniela llena de tubos y en ese estado, no me veía sin ella, alguien me decía en lo más profundo de mi ser que Daniela seguiría luchando y que saldría bien de allí. Esos pensamientos los compartí con mi marido cuando una noche rompió a llorar desolado. Nos consolamos pensando que a lo mejor todavía había alguna esperanza.
Ese fin de semana lo vivimos muy intensamente. Fueron horas de asimilación, aceptación y enfrentamiento con la dura realidad. Horas de informar a la familia de lo que podía pasar, la familia que permanecía en Las Palmas expectantes a la evolución de Dan, intentando
poner buena cara y mostrar alegría delante de Natalia para que no se preocupara por el estado de su hermana. Ella era la otra parte de esta gran historia, la parte que a pesar de su infancia, entendía, oía y comprendía la situación, pero que en su imaginación infantil podía crear historias equivocadas; había pues que tener cuidado de que no recibiera informaciones erróneas. Su abuela que estaba cuidándola tendría que soportar el duro momento sin que Natalia se diera cuenta. Si llegaba el fatal desenlace, nosotros tendríamos la difícil tarea de comunicárselo.
Esperamos, como siempre, esperamos a que se produjera el milagro, con el corazón lleno de esperanzas. Los médicos pasaban por su cama, leían los informes de las enfermeras. Sus caras reflejaban desolación.
El domingo por la noche Daniela empeoró considerablemente, no paró de vomitar y la fiebre se mantenía. Una de sus piernas empezó a inflamarse a la altura de la rodilla, estaba roja y caliente. No sabían a qué se debía.


La mañana llegó y una nueva semana comenzaba. Ya había pasado una semana de la operación, Daniela permanecía en coma, entubada para respirar, pero, gracias a Dios, parecía más calmada. Los médicos decidieron que lo mejor era quitarle la respiración asistida para evitar infecciones y comprobar si podía respirar sola. Le pondrían una mascarilla en momentos puntuales para ayudarla, pero la intención era dejarla respirar sola. Sin embargo nos avisaron que podía ocurrir que su respiración fuera tan débil, tan insuficiente que para no volver a entubarla le tendría que hacer una traqueotomía.
Creo que la primera semana fue una gran prueba de fortaleza y valentía. Daniela nos volvió a demostrar que nació para vivir.


El comienzo de la segunda semana fue milagroso. Una vez que le quitaron la respiración asistida y a pesar de que respiraba débilmente, ella seguía luchando. La fiebre empezó a remitir igual que los vómitos y mientras los días pasaban, pasaba también el estado crítico de Daniela.
El milagro llegó el miércoles. Daniela abrió su ojo izquierdo, fijó un poco la mirada y emitió una especie de llanto, un llanto ronco, distinto al que ella emitía antes, un llanto que parecía c
omo si quisiera comunicarse. Todo nos parecía maravilloso, nos encontrábamos ante una situación totalmente distinta, la respuesta de Daniela era positiva: comenzó a toser, respondía a las cosquillas que le hacíamos en los pies... Los médicos nos animaron. Existía la posibilidad de que Daniela se recuperara.

¿Qué les puedo decir ante esta situación? Sé que al leer un relato la imaginación nos ayuda a comprenderlo creando imágenes, creando personajes, imaginando cómo son, cómo son los lugares, las descripciones ayudan, pero la realidad supera la ficción. Como se dice, por mucho que describas, por muchos detalles que aportes, por mucho que conozcas a las personajes, sólo el que p
asa por una situación así sabe lo que una persona es capaz de aguantar, sufrir y luchar por la vida de una hija.
Cada día era un progreso: empezaron a suministrarle alimentación a través de una sonda por la nariz (sonda transpilórica) que aceptó muy bien, le quitaron la medicación que le habían puesto ya que había empezado a tener diabetes insípida (algo normal en estos casos) sólo la tuvo tres días, aunque mantuvieron los antibióticos para prevenir; le quitaron la vía central (ingles) y se la pusieron periférica (brazo) así se evitaba el riesgo de infección; los fisioterapeutas le realizaban ejercicios en la cama para favorecer su movilidad; le quitaron la sonda para hacer pis; los días pasaban y su llanto se hi
zo más intenso sobre todo cuando notaba que llegábamos, era como si se emocionara; estábamos seguros de que reconocía totalmente nuestras voces. Se emocionaba también cuando le poníamos en el ordenador su grupo favorito: Los Cantajuegos.

El verdadero milagro llegó el lunes. Comenzaba la tercera semana con una gran noticia: ¡Daniela podía subir a planta!
Fue una gran sorpresa para todos ya que en apenas cuatro días la recuperación había sido espectacular y casi in
creíble.
La habitación que ocupamos y en la que estarí
amos bastante tiempo era la 809. Los médicos nos habían dicho que la estancia podía ser larga pues había que esperar la evolución de Daniela, así que nos organizamos para hacer turnos: por la noche siempre nos quedábamos mi marido o yo hasta el mediodía del día siguiente ya que los médicos siempre pasaban por la habitación por las mañanas y era conveniente que habláramos con ellos; los abuelos nos relevaban toda la tarde hasta las 8.00-9.00 de la noche. La verdad, es que lo llevábamos bien.
La rutina se instaló en nuestra vida en Madrid. Siempre hemos procurado que Daniela tuviera un orden en su vida, hiciera lo que hiciera y estuviera con quien estuviera. Todos teníamos que cumplir y mantener ese orden por el bien de ella.
La primera semana en la habitación fue para organizarnos, pero sobre todo nos preparamos para poder soportar el tiempo que debíamos pasar allí. Nos habían dicho que podía ser mucho tiempo o poco. Todo era esperar.
ESPERAR

El día comenzaba a las 7.30-8.00. Una enfermera entraba y le ponía el termómetro. Mientras intentabas arreglarte un poco y
recoger la habitación, Daniela permanecía en su cama tranquila. Acto seguido una auxiliar entraba para dejarnos unas sábanas limpias, un pijama, una toalla y una esponja que facilitaba el aseo de Daniela.
Los neurocirujanos siempre eran los primeros en pasar por la habitación para verla. A veces te daban buenas noticias otras veces no. Siempre llegaban todos juntos, todo el equipo, y opinaban y nos preguntaban cómo veíamos a nuestra hija. Los endocrinos llegaban después y nos daban la pauta sobre la alimentación y la medicación. Los nutricionistas normalmente pasaban cuando tomaba el desayuno, comprobaban cómo iba la alimentación por la sonda que se realizaba conectando el tubo de la sonda a otro que salía de una botella que contenía un batido de vainilla, un complejo alimenticio con todo lo que se necesita para estar en forma (ellos darían la orden de retirar la sonda y empezar la alimentació
n por boca). Los neurólogos apenas pasaban, daban las órdenes de la medicación a las enfermeras y en alguna ocasión, si insistíamos mucho para verles, aparecían por la habitación para hablar con nosotros.
Cuando todos los especialistas terminaban las consultas por la habitación y Daniela ya se había tomado su desayuno con las medicinas, comenzábamos el aseo.
El aseo era una odisea. Colocábamos empapadores en la cama y con una palangana llena de agua procedíamos a lavarla con la estupenda esponja de jabón; la crema hidratante era fundamental para que su cuerpo se sintiera fresquito y no se produjeran heridas, importante también era cambiarla constantemente de postura; los dientes también se los lavábamos con un dedil de silicona con forma de cepillo de dientes al que le poníamos un poquito de past
a. En la UCI cuando estaba entubada para respirar le aplicaban unas cantidades enormes de vaselina para hidratar sus labios, pero los restos de vaselina se iban acumulando en el paladar y en la lengua formando una costra que nos costó muchísimo eliminar, gracias al dedil de silicona y raspando mucho lo logramos.
El olor que desprendía Daniela en casa era un olor especial, una mezcla de olor a bebé y ropa limpia. Ese olor tan característico lo echábamos de menos; ahora era un olor distinto aunque usáramos las mismas cremas, era un olor artificial, un olor a hospital, medicinas, desinfectante…, que nos impregnaba también a nosotros. Aún así su aseo era fundamental.
Por último venía lo mejor, llegaba el momento del ocio. Cuando nos dieron permiso para levantarla un poco, la poníamos sentada en el sillón azul con el ordenador enfrente y le poníamos Los Cantajuegos, o sus dibujos preferidos: Dora la exploradora.
Un día el neurocirujano nos dijo que podíamos pasearla por la planta y propusimos llevarle su silla, ya que pretendían ponerla en una silla de ruedas del hospital llena de almohadas alrededor para que encajase bien, así que viendo tal panorama se nos ocurrió esa idea y la aceptaron de buen grado. Para Daniela fue genial ya que era una silla que ya conocía y su cuerpo sensible y totalmente débil (les costaba mantenerse sentada) estaba totalmente acomodado.
El tiempo de ocio se trasladó entonces fuera de la habitación para que la rutina cambiara un poco. Así que nos íbamos a dar paseos por el pasillo de la planta, llegábamos a la sala de espera donde había un gran ventanal, por el que sólo veíamos edificios, pero por lo
menos teníamos la luz del sol. Allí nos sentábamos mirando al cielo de Madrid deseosas de poder salir pronto de aquel hospital, allí pasábamos las horas, yo leyendo y ella viendo sus dibujos o mirándome fijamente, tranquila, relajada hasta que llegaba la hora de ir al gimnasio para hacer la rehabilitación.
Las primeras semanas, las fisioterapeuta nos visitaban en la habitación y aunque los ejercicios no le gustaban a Daniela, ellas siempre los hacían con gran alegría, animándola y ofreciéndole una cantidad de besos, caricias y abrazos que compensaban el dolor y las molestias que Daniela podía sufrir. Cuando ya pudimos pasear por la planta también nos dieron permiso para bajar al gimnasio y realizar la rehabilitación allí.
La primera semana en la habitación pasó muy rápido y a finales de semana nos llegó un gran regalo de Las Palmas: ¡Natalia!

Natalia llegó a Madrid acompañada por su padre que había ido a Las Palmas unos días antes por motivos laborales (sus días de permiso se estaban acabando). Llevábamos sin vernos casi un mes. Demasiado tiempo, sobre todo para Natalia que nunca se había separado de nosotros más de una semana seguida.
La alegría fue mayúscula, nunca pensé que pudiera cambiar tanto en ese tiempo. Estaba más grande, más persona, más adulta. Ella no paraba de abrazarnos, de reír, de saltar. La primera noche nos fuimos las dos juntas a cenar y a pasear por las calles de Madrid, mientras su padre se iba a cuidar de Daniela. Todo era perfecto.

La segunda semana en la habitación comenzaba con otro cambio: la comida.
Los médicos decidieron que había que empezar a estimular la alimentación por boca, es decir, aunque tuviera la sonda, había que darle de comer algo por boca para comprobar si tenía el reflejo de comer y tragar. Llevaba un mes alimentándose por sonda y eso no era bueno. Era otra prueba más, una prueba con riesgos. Riesgos a que se produjera un atragantamiento, un ahogo, pero lo peor era que Daniela hubiera perdido, debido a los infartos, la mecánica de tragar, que no pudiera comer. Eso significaría que tendrían que hacerle, lo que coloquialmente llaman una gastro, es decir, alimentarla directamente por el estómago a través de una válvula que le pondrían en la barriga conectada al estómago, por ella se le administraría la comida con jeringuillas.
La primera prueba fue darle un poco de yogur. Aunque nos habían avisado que el proceso podía ser lento, que los primeros días seguramente no comería nada, no podría tragar, nuestra decepción fue enorme cuando al darle la punta de la cuchara con yogur apenas hizo gesto alguno, ni saborear, ni tragar, ni salivar. Nada. Aún así todos los días le ofrecíamos un poco de yogur, alguna natilla, y pedíamos a Dios que nos ayudara para superar esta nueva prueba, teníamos la convicción de que Daniela estaba poniendo todo de su parte para que no tuviera que alimentarse de otra forma.
Hasta que pasados tres días, Daniela comenzó a saborear las natillas y tragar un poco. Tanto le gustaron que al día siguiente su padre nos mandó a Natalia y a mí una foto de una Daniela muy sentada en la cama con su boca llena de natillas de chocolate. “¡Chocolate, mamá! Si a ella no le gustaba el chocolate”, me dijo Natalia cuando la vio. Pues ahora parecía que sí.

Natalia y yo habíamos regresado a Las Palmas. Yo sólo fui para llevar a Natalia y ver a mi madre, a mi familia para transmitirles que pese a lo momentos duros que habíamos pasados, Daniela seguía luchando y que había buenas perspectivas. Sin embargo antes de irnos de Madrid, Natalia me preguntó si podía ir a ver a su hermana.
La idea de llevar a Natalia al hospital la habíamos barajado pero nos llenaba de dudas la posible reacción de ella al ver a su hermana en aquel estado. Aunque Daniela se estaba recuperando, mantenía la sonda en la nariz, su llanto era distinto, casi fantasmal como muy bien lo describió Natalia cuando la oyó, su grado de conexión con el medio era nulo, no respondía a la llamada, no te miraba, su estado era casi vegetativo. No era una situación fácil ni una escena agradable, pensábamos que lo mejor era que Natalia la recordara como era antes, pero por otro lado nos venía a la mente la posibilidad de que Daniela se quedara de aquella manera (como nos habían dicho los médicos) y si era así lo mejor era que su hermana se fuera preparando para ello.
Una de esas cosas que a veces haces sin pensar dio un buen resultado. Unos días antes de llegar Natalia a Madrid le hice a Daniela un video en la habitación donde aparecía muy tranquila y con buen aspecto. Como nuestra idea, en un principio, era que Natalia no fuera a verla, le dijimos que en el hospital no permitían la entrada a menores de 12 años (cosa cierta), pero que tenía un video que le iba a demostrar que su hermana estaba bien y que no debía preocuparse. Ella se quedó satisfecha y tranquila, es más, comentó que no parecía tan malita como ella había creído.

Natalia es una niña que nunca dirá nada si no está segura. Nunca te pedirá hacer algo si no está lo suficientemente segura de que será capaz de hacerlo. Así que los días que estuvo en Madrid no mencionó en ningún momento el ir a ver a su hermana. Parecía que se había quedado conforme con la explicación que le habíamos dado y con el video que le mostré. Pero nuestra sorpresa llegó cuando la noche antes de irnos, me preguntó:
-Mamá ¿tú crees que si papá le pregunta a las enfermeras si puedo ir a ver a Dani, me dejarán?
-¿Estás segura? –dije yo asombrada.
- Sí. Quiero ver a mi hermana antes de marcharnos. Creo que estaré mejor.
- Bien. Pues nos tendremos que levantar temprano para que nos dé tiempo ya que el avión sale al mediodía.
- Te prometo que en cuanto suene el despertador me levantaré.
Las enfermeras por supuesto no pusieron ninguna objeción sobre todo porque era un caso especial. Sólo iban a ser unos minutos, unos minutos que se hicieron eternos e intensos, unos momentos de gran complicidad entre las hermanas que nos vino a demostrar, una vez más, que la unión que existe entre ambas es increíble, que Da
niela tiene la mayor suerte de este mundo al contar con una hermana como Natalia. Sólo esperamos y deseamos que esa unión nada ni nadie la rompa y que Daniela el día de mañana valore todo lo que su hermana ha hecho y hará por ella.

Mi regreso a Madrid fue triste. No me quedaba más remedio que dejar a Natalia otra vez con mi madre y aunque ella se mantuvo fuerte yo sabía que lo estaba pasando mal. Su padre regresaría pronto pues tenía que incorporarse a trabajar y yo me quedaría hasta que Daniela pudiera salir del hospital.

Un mes después de la operación todavía permanecíamos en aquella habitación de hospital pero con grandes logros. Daniela cada día progresaba más en la alimentación, las natillas se las tomaba enteras y los nutricionistas decidieron empezar a darle papillas de cereales para desayunar. No estábamos muy convencidos de que le gustaran pues antes de la operación lo habíamos intentado en casa para quitarle el biberón y no tuvimos éxito, pero como siempre Daniela sorprende y alegra. La primera papilla de cereales casi se la termina y su cara era de puro placer, así que al día siguiente viendo el buen gusto de Dan, los nutricionistas propusieron un nuevo reto: el puré con pescado o con pollo triturado dentro.

Vaya, vaya con Daniela. Eran increíbles las ganas que tenía de mejorar y de salir de allí. Parecía como si hubiese captado la intención de los médicos o les hubiese oído lo que decían porque al ver que estaba aceptando tan bien la alimentación nos habían dicho que si seguía así podrían quitarle la sonda, ya que la alimentación por ella casi se había suspendido, apenas le daban un poco por la noche. Eso significaba que sin la sonda el día del alta hospitalaria estaba más cerca, aunque el estado de Daniela seguía siendo casi vegetativo, un poco más conectada, pero con un llanto permanente, una irritabilidad constante en ella, algo que ni los propios médicos sabían decirnos cuándo podía desaparecer, podría ser una secuela del infarto del tronco cerebral.
Era angustioso, desesperante, oírla llorar y quejarse de esa forma. Una niña tan alegre con una sonrisa tan bonita, con una carcajada tan contagiosa, siempre decíamos que su risa se parecía a la que sale en Internet en esos videos de niños que contagian a todo el mundo. No era justo.

El aspecto de Daniela no era muy bueno, su ojo derecho permanecía todavía cerrado y a veces amanecía con él hinchado y lleno de legañas; su mano derecha apenas se movía y a ella le costaba mover todo su cuerpo, por las noches había que cambiarla de postura varias veces; su grado de desconexión era profundo, sólo notábamos algo de reacción en ella cuando hablábamos, pero no mostraba ningún signo de alegría, no reía, no emitía ningún sonido, sólo movía su ojo izquierdo pero no fijaba la mirada, su pupila estaba totalmente dilatada. Su llanto cada vez que se la movía era ensordecedor, desesperante. Además la sonda le había provocado una herida en la nariz, como una llaga, que le dolía horrores. La maldita sonda.
Era un reto, había que quitar cuanto antes la sonda. Sí, sabía que gracias a ella podíamos administrarle la medicación a Daniela ya que por boca todavía no lo habíamos probado, pero mantenerla intacta y en condiciones era en verdadero suplicio.
Verán la sonda naso gástrica era un tubo que se introducía por la nariz hasta llegar al estómago. Si no se hacía el lavado de la sonda después de suministrar las medicinas se corría el riesgo de que se obstruyese y eso quería decir que había que quitarla y poner una nueva y para Daniela era un sufrimiento. Todo era tan fácil como “enchufar” una jeringuilla enorme llena de agua a la sonda después de suministrar las medicinas, así era el lavado, pero no se podía esperar ni un minuto pues había una medicina que era granulosa y si no poníamos el agua rápido se quedaba al final de la sonda y ya la habíamos fastidiado.
¿Cuántas veces creen que tuvieron que quitarle la sonda a Daniela? Pues nada menos que tres veces. Al final una de las enfermeras nos enseñó cómo le debíamos poner el agua y las medicinas a petición nuestra y accedió. De esa manera nosotros estábamos seguros y tranquilos. La sonda no se volvió a obstruir.
No quiero decir con esto que las enfermeras no hicieran bien su trabajo, pero la planta siempre estaba llena de enfermos y las enfermeras y auxiliares eran pocas, además hay que tener en cuenta que nuestra planta estaba destinada a la cirugía pediátrica. Allí había niños operados de cualquier cosa, la mayoría de “cosillas” en la cabeza por lo que necesitaban asistencia continuamente.
La crisis de este país no sólo afecta al recorte de material también al recorte de personal, incluso en los hospitales donde todo el personal siempre se hace poco.

En este mundo hay gente para todo, hay padres que se involucran más o menos en la enfermedad de su hijo o simplemente no se atreven a hacer alguna cura ,o dar unas medicinas, o consideran que ese es el trabajo de las enfermeras y auxiliares y que ellos no tienen por qué hacerlo. Nosotros después de tanto tiempo allí nos involucramos en la estancia y en el bienestar de nuestra hija y de todos nosotros. No nos importaba hacerle la cama mientras la auxiliar recogía otras cosas, no nos importaba cambiarle el pijama, no nos importaba llevar la bandeja de la comida al pasillo, no nos importaba llevar la ropa sucia al cesto que tenían en el pasillo mientras hacían otra habitación. Podías esperar a que te lo hicieran ellas, siempre lo decían, pero ¿para qué? Nos resultaba más gratificante poder bañar nosotros a Daniela, ponerle su pijama limpito y cambiarle las sábanas que estar de pie viendo cómo lo hacían otras personas, además en un santiamén lo hacíamos y después teníamos más tiempo de ocio.
La convivencia, saber convivir, es importante aunque estés en un hospital. Las cosas pequeñas, los detalles importan y nuestra actitud favoreció la relación con todo el personal de la planta. Nos sentimos, en todo momento, queridos, arropados por todas las enfermeras y auxiliares, ellas comprendían perfectamente por lo que estábamos pasando y nos ayudaban en todo lo que podían, pero también agradecían que tú las ayudaras a ellas.
Las malas noticias podían aparecer con la visita de los médicos. Tanto las enfermeras como las auxiliares estaban siempre pendientes de lo que nos habían dicho. Se agradecía que en algunos momentos críticos tuvieras a alguien cerca.
Un día en el que apareció todo el equipo de neurocirujanos muy temprano, en sus caras se reflejaba una sombra de tristeza, se les notaba insatisfechos. Hacía unos días que a Daniela le habían hecho una nueva resonancia de control. Ya había pasado un mes de la operación y de los infartos así que con esa nueva resonancia se podía ver más claro la “huella” de dichos infartos. La explicación fue breve, concisa:
- En la resonancia se aprecia un infarto de tronco, otro en el tálamo, que ya sabíamos. Pero ahora se ha visto la presencia de otro infarto que no sabemos por qué no se apreciaba en la primera resonancia. Afecta a la zona parietal derecha, y creemos que la desconexión que sufre Daniela se debe a este infarto. No sabemos qué alcance tendrá, qué secuelas neurológicas puede dejar. Habrá que esperar la evolución.
- ¿Puede seguir en este estado “vegetativo”, sin reaccionar a ningún estímulo? –pregunté desconcertada y angustiada.
- Sí, es probable, pero también puede ser que con el tiempo vaya recuperándose. Su cerebro está todavía desarrollándose, es una niña de 4 años que todavía puede sorprendernos. Es muy difícil que vuelva a su estado anterior al cien por cien, pero hay que esperar. Lo que necesita Daniela en cuanto llegue a casa es mucha rehabilitación, estimulación total.

El mundo se nos vino encima. Otra vez esperar, otra vez empezar de nuevo. Todo lo que habíamos conseguido durante 4 años con la rehabilitación, el trabajo en casa, la estimulación diaria, todo se había quedado en la mesa de operaciones. Daniela estaba como cuando nació, creo que aún peor. Sólo pensaba que tenía que volver a ir a todas las rehabilitaciones, volver a enseñarla a moverse, a reconocernos, a coger cosas, a comer...
Mis temores se desvanecieron cuando en mi mente surgió la imagen de la figura de San Juan de Dios con ese niño desvalido en brazos. ¡Pero si Daniela estaba matriculada en San Juan de Dios! No iba a tener ningún problema cuando fuésemos a Las Palmas porque allí la estaban esperando con gran cariño todo el personal para estimularla y ayudarla a recuperarse. No tenía la menor duda, pues durante nuestra estancia las llamadas y los mensajes tanto de su profesora como de sus fisios fueron constantes, haciéndonos llegar el apoyo y el ánimo de todo el personal. Respiré aliviada y tranquila. ¡Gracias a todo San Juan de Dios!

Los días siguientes fueron tristes, apagados, el tiempo tampoco acompañaba mucho. Madrid permaneció gris, lluvioso, aunque sin frío, durante días. La única alegría era comprobar que Daniela seguía comiendo bien: comenzó con el puré de pescado, otro día probó el de pollo y los yogures y natillas se las comía cada vez más rápido al igual que la papilla de cereales.
La siguiente prueba era darle las medicinas por boca. La sonda permanecía sólo por eso. Aunque la comida ya no se la administraban por la sonda, las medicinas sí porque no sabíamos si las iba a tolerar bien por el sabor tan fuerte que tenían. Pero había que intentarlo y empezamos por darle el jarabe mezclándolo con la papilla de cereales. Y… ¡Bingo!
El problema surgió con la otra medicina, una medicina que sólo se usa en la UCI, se administra por vía intravenosa, así que su sabor era horrible, imposible tragarla (lo sé porque la probé). Daniela no podía con ella, sus ganas de vomitar eran más que evidentes y corríamos el riesgo de que cogiera manía a la papilla, así que desistimos y se la dábamos por la sonda.
¿Qué podíamos hacer? Sólo faltaba acostumbrarla a esa medicina para que le quitaran la sonda y de esa manera poder irnos a casa.
Los neurólogos pasaron un día y le comentamos la posibilidad de quitarle dicha medicina pues llevaba tiempo sin crisis. Nos dijeron que no era conveniente pero que podían cambiarla de forma, es decir, dársela en pastillas que es su forma oral y no intravenosa.
¡Qué maravilla! Fue una alegría comprobar que una vez triturada, la dichosa pastilla se disolvía genial en la papilla y Daniela apenas la notaba. ¡Por fin lo habíamos conseguido! ¡Por fin le podían quitar la sonda!
Sin embargo tuvo que pasar casi una semana más para que los médicos se decidieran, pues decían que necesitaban estar seguros de que toleraba bien tanto la alimentación como la medicación por boca.

Los días pasaban y el papá de Daniela empezaba a ponerse triste porque sus días en Madrid estaban contados. Tenía que volver a Las Palmas e incorporarse a su trabajo. Su anhelo era poder irse con la imagen de Daniela sin sonda, para él supondría una preocupación menos y la certeza de que pronto nos darían el alta.
Le tocaba el turno de noche-mañana y después del desayuno me mandó una foto al móvil. Aparecía con Daniela y pensé que me daban los buenos días. No fue hasta que la miré otra vez cuando aprecié algo extraño en Daniela. ¡No tenía la sonda! Su cara aparecía limpia.
La marcha de mi marido me produjo una gran tristeza. Su apoyo, su compañía eran fundamentales para mi estado de ánimo. Los abuelos permanecieron a mi lado, hombro con hombro, ofreciendo ayuda para los turnos; eso y su apoyo paliaba y suavizaba la tristeza aunque también la mitigaba el saber que Natalia ya estaba con uno de nosotros y eso para ella fue una gran alegría.

Los últimos días de hospital pasaron lentos, los turnos de noche los hacía yo hasta el mediodía y después me relevaban los abuelos hasta la noche.
El estado de Daniela seguía igual, su quejido constante era preocupante, pero los médicos nos decían que era una buena señal, pues significaba que quería comunicarse. Las últimas pruebas que le hicieron (electro, analítica) no mostraban ninguna novedad, todo seguía igual.

El día 28 de marzo llegó la gran noticia: ¡nos podíamos ir a casa! No nos lo podíamos creer.
Recogimos todas las cosas de la habitación. ¡Jesús! Hay que ver cómo acumulamos cosas cuando permanecemos mucho tiempo en algún sitio.
Daniela salió del Hospital 12 de Octubre de Madrid a las 5.30 bien vestida y bien peinada.
Pasamos una semana más en Madrid antes de regresar a Las Palmas. Fue una semana dura.
Daniela tenía que adaptarse a su nueva situación, a su nueva vida y nosotros también. Ya no era la niña alegre, que participaba en todo, que te correspondía con besos y sonrisas. Ahora teníamos que acostumbrarnos a su poca movilidad, a su constante irritabilidad, lloraba por todo, continuamente, cualquier movimiento en su cuerpo, para cambiarla, para ducharla, para sentarla, era un quejido acompañado de llanto. Se podría decir que sólo permanecía tranquila cuando dormía. La situación era desesperante. Los abuelos se mantenían con un ánimo tranquilizador, aguantaban la situación intentando calmarla con canciones, mimos, pero yo sabía que les costaba mucho verla así, como a mí.
Dos días antes de irnos regresamos al hospital para una consulta rutinaria. Su neurocirujano quería “echarle un vistazo” antes de coger el avión. Lo primero que le pregunté fue si había algo que pudiera calmar esa irritabilidad en Daniela. Me propuso esperar y tener un poco más de paciencia pues él estaba prácticamente convencido de que el estado de Daniela cambiaría en cuanto llegara a casa, en cuanto empezara a tomar contacto con su ambiente, con su familia, con su hermana. Todo le beneficiaría enormemente.

El gran día llegó. ¡Por fin! El día 2 de abril (sábado), mi marido regresó a Madrid para buscarnos y ayudarnos durante el viaje, para mí era tranquilizador pode viajar con él. Nuestro “chófer oficial” nos llevó al aeropuerto. Apenas habló durante el trayecto. Aunque estaba contento por la recuperación de su sobrina-nieta, yo sabía que le entristecía perderla de vista, igual que al resto de la familia madrileña. Todos nos ayudaron mucho durante la larga estancia en Madrid, creo que parte de nuestra fuerza y ánimo se debió a vernos tan arropados y queridos por todos, no sólo por la familia sino también por nuestros amigos madrileños.
¿Se imaginan si hubiésemos ido a EEUU? ¿Se imaginan si todo esto nos hubiese ocurrido en EEUU? En todo momento fuimos conscientes de que esta situación, la mala suerte de que Daniela sufriera esos infartos, podría habernos pasado en cualquier lugar: aquí, en EEUU, o en Pekín. Imaginar los días en un hospital extranjero, sin familia, con un idioma diferente, sin poder ver a Natalia hasta no se sabe cuánto tiempo… Todavía hoy, después del tiempo pasado, sólo pensarlo me produce escalofríos.

La despedida fue corta, no queríamos alargar la tristeza, aunque pronto nos volveríamos a ver, pues dentro de un mes teníamos que regresar a una revisión.
El viaje se hizo agradable, Daniela se portó genial y tanto los abuelos como nosotros estábamos impacientes por llegar.
Siempre he pensado que el neurocirujano de Madrid a pesar del estado de Daniela fue muy optimista, nos transmitía serenidad y esperanzas, por eso el fatídico día en que nos anunció que no había muchas esperanzas, el mundo se nos vino encima. Él que siempre había visto algo de mejoría en Daniela, él que siempre nos decía que había que esperar, que ella podía salir de aquella situación, él que siempre aparecía con una sonrisa, que siempre te saludaba afectuosamente con un “¿Qué tal familia?”, aquel día no era “él” y su pesimismo nos hundió.

Al llegar a casa el mejor regalo que nos encontramos fue la cara de Natalia. No creo que haya palabras para poder explicar cómo se refleja la felicidad y la alegría en una niña de 9 años que llevaba casi dos meses sin ver a sus padres y la angustia de saber que su hermana había tenido que pasar por una operación tan delicada.
Natalia siempre ha sido sabedora de la enfermedad de su hermana e incluso de lo delicado de la operación, pero consideramos que no era oportuno contarle en la distancia lo que había ocurrido. En su breve estancia en Madrid, en la que al final quiso ver a Daniela, tampoco quisimos enturbiarla con malas noticias. Aquel día creo que Natalia fue consciente de que su hermana había pasado por algo muy malo, independientemente de la operación, creo que sabe que algo más que eso le ocurrió a Daniela. Nunca nos ha preguntado nada, y sigue sin hacerlo (creo que no lo necesita, es bastante inteligente) tan sólo se ha dedicado por completo al bienestar de su hermana, como siempre, se ha dedicado a enseñar a Daniela cosas que parece haber olvidado pero que con el tiempo nos hemos dado cuenta que están en su cabecita y que sólo hay que “encender el interruptor” para que vuelva la luz.
La “primera luz” apareció en el rostro de Daniela cuando nada más entrar en casa y abrazar a su hermana, aún sentada en su silla, se incorporó un poco y a pesar de tener su ojito derecho cerrado, con el otro recorrió todo el salón, como si captara en una sola imagen un vivo recuerdo: su casa. Ya estaba en su casa.
Las palabras del neurocirujano volvieron a mi mente: “Espera a cuando llegue a casa, en su ambiente, ya verás que Daniela empezará a recuperarse y seguro que volverá a conectarse. Mejorará con el tiempo. Estoy seguro”.
Y así ha sido.

Escribiendo este relato, que me ha permitido recordar y volver al pasado para recopilar detalles, leer lo escrito a mi marido para que opine, me he dado cuenta de lo que realmente hemos pasado, no sólo nosotros sino los abuelos acompañándonos en todo momento, la familia de Madrid siempre pendiente de que no nos faltara nada,la familia de Las Palmas, los amigos de allí y de aquí animándonos con sus visitas, con sus llamadas, con sus mensajes; nos hemos dado cuenta, de lo que realmente importa, de que sólo tenemos una cosa importante que hacer en este mundo: VIVIR

Foto tomada el 18 junio 2011

domingo, 17 de abril de 2011

Capítulo 7

El verano se presentaba muy distinto a los anteriores. En el mes de julio tendría que ir todos los días a mi cole para recibir la rehabilitación, también tendría mis sesiones por las tardes con mi fisio en casa, así que no podíamos irnos al apartamento de mi abuela en el sur como otros años. Mi padre no iba a coger sus vacaciones porque tenía que reservarlas para el viaje a EEUU.

Sí. Han leído bien. Por fin mis padres decidieron que había que realizar el viaje a EEUU para que los verdes de Arizona me quitaran al señor hamartoma. La decisión la tomaron antes de terminar el curso ya que la contestación de los verdes de Madrid no llegaba. Llevábamos esperando unos cuatro meses por un informe que tenía que escribir un verde de Madrid, al que nuestro neurocirujano había mandado la última resonancia para que la estudiara. ¿Por qué tardaba tanto en mirar una resonancia y escribir un informe? Yo ya había estado en Madrid y no me pareció que estuviera tan lejos como para tardar tanto en mandar un simple papel. Los verdes de Arizona están más lejos y ellos siempre contestan muy rápido. No entendía nada ni mis padres tampoco. Es más, ni mi neuróloga entendía la situación. La pobre estaba constantemente pasando por la “casa” del neurocirujano preguntándole si ya había llegado el dichoso informe, pero la respuesta era siempre negativa. Así que en vista del éxito, mis padres decidieron pedir una cita a los verdes de Arizona y olvidarnos de los verdes de Madrid. Al fin y al cabo nuestro neurocirujano nos había dicho que el verde de Madrid, en concreto el que tenía que ver mi resonancia, no tenía experiencia en echar al señor hamartoma, por lo que no entendía nuestro interés en que estudiara mi caso.

Bueno, como dice mi padre “era un último cartucho que había que quemar”. Nos habían hablado muy bien de este verde de Madrid, un neurocirujano que había quitado muchos señores en la cabeza de niños, señores que se escondían muy profundamente por lo que era muy difícil acceder a ellos, señores que se habían vuelto enormes por estar mucho tiempo instalados en las cabezas de los pobres niños y había que sacarlos muy, muy despacio para no hacerles daño. Por lo que nos contaban parecía que este verde sabía en qué terreno se movía, parecía que estaba muy familiarizado con señores que molestaban muchísimo, aunque no fueran igual que mi señor hamartoma. Por eso queríamos saber su opinión antes de pedir cita a los de Arizona, pero el tiempo pasaba y yo cada día tenía más crisis. No podía seguir así un año más, tenía que conseguir que me quitaran al señor hamartoma.

El mes de junio llegó arrastrando, lo que nosotros llamamos “panza de burro”.

¡¡¡Ja,ja,aja!!! A lo mejor alguien no sabe lo que es. Pues es simplemente un gran manto de nubes, medio grises, que cubre todo el cielo de la parte norte de la isla (en el sur el cielo se mantiene todo el verano de un azul tan intenso que te molesta a los ojos) y aunque hace calor, la temperatura es agradable, las nubes se asientan sobre la ciudad y no se levantan hasta que llega el mes de septiembre. Es como una panza de un burro gris. Bueno, a veces nos da una tregua y se levanta durante un par de días para que el sol nos salude. Ahí es cuando todo el mundo sale corriendo para la playa a disfrutar de un día verdaderamente de verano.

A principios de mes tuve la revisión con mis verdes-rosas. Mi endocrina, como siempre, me encontró enorme y guapísima. Se quedó muy contenta con los resultados de mis análisis pues el leve hipotiroidismo que padecía ya estaba totalmente controlado; mi neuróloga también se mostró igual de contenta con mi evolución, mamá me puso de pie para que me viera cómo daba mis pasitos y le encantó, también se alegraba de que mi nueva medicación me estuviera haciendo efecto, aunque no todo el deseado. Seguía teniendo crisis, unos días podían aparecer tres, otros cinco y otros días podía estar sin ninguna por lo que ese día se convertía en un día feliz. Sin embargo, la nueva medicación me estaba produciendo un efecto que no me había pasado con las otras medicinas: cuando hacía mucho calor o simplemente me encontraba en un ambiente demasiado caluroso, mi cuerpo se ponía muy rojo, lleno de sarpullo, y con unas manchas rojas que me cubrían toda la cara. Mamá decía que parecía que me habían “encendido” por dentro. No le faltaba razón pues cuando me refrescaban, me ponían agua por la cara, el cuello, me daban de beber, poco a poco las manchas iban desapareciendo, era como si me estuviesen “apagando”. Esto iba a ser un problemilla ahora que empezaba el verano, porque viviendo donde vivo ¿cómo podía hacerle frente al calor y a esos días de aire caliente que tenemos en nuestra isla?

Un día de esos, de aire caliente, cuando me bajaron de la guagua del cole, mi padre se quedó asombrado, con cara de pena al ver mi cara llena de manchas, mis brazos rojos y un poco hinchados y me pelo mojado del calor. Mamá al verme se asustó mucho, se lo noté en la cara y en cómo me abrazaba. Esa fue la primera y la última vez que me puse de esa manera; a partir de ese momento mis padres extremaron las precauciones y advirtieron al colegio que el sol y yo teníamos que estar separados.

Bueno, pues como iba contando, mi revisión en la “casa de los doctores” fue todo un éxito. Sólo quedaba una cuestión y era saber si nuestro neurocirujano, por casualidad, ya tenía la respuesta de los verdes de Madrid. Aunque mi neuróloga ya sabía que habíamos pedido cita en Arizona, la respuesta de Madrid se convertía en una asignatura pendiente y además teníamos curiosidad por saber la opinión de los de allí. Y… ¡Sorpresa! La respuesta había llegado, pero mi neuróloga todavía no la tenía. (¿¿??) A ver, no estábamos hablando de Las Palmas-Arizona. ¡¡Uff!! Muchísima distancia. Estábamos hablando de la consulta de mi neuróloga y la consulta de nuestro neurocirujano, entre ambas hay como unas cinco consultas más, es decir, no hay mucha distancia, ¡vamos, que son vecinos! ¿Por qué no tenía entonces el informe? Parece ser que se lo había pedido en varias ocasiones desde que le dijo que había llegado, pero la contestación del neurocirujano era siempre que ya se lo daría. Nunca se lo dio. ¿Cuál era el misterio? ¿Tenía nuestro neurocirujano verdaderamente el informe de Madrid? Llegamos a pensar en esa última pregunta como algo muy posible, pero claro era absurdo porque si no ¿por qué nos dijo que lo tenía? Mi pobre neuróloga ya no sabía qué decirle a mamá, decía que se moría de vergüenza al tener que explicar una situación como aquella, que no entendía por qué actuaba así una persona que era compañero suyo, con el que se llevaba bien, con el que trabaja en casos de niños con problemas como el mío.

Yo tampoco entendía nada, ni mi madre, ni las enfermeras. Se supone que están para ayudarnos, protegernos, para buscar en todo lo posible soluciones a nuestra enfermedad. Ya sé que no son genios, ni dioses (aunque alguno se lo crea), sé que pueden cometer errores, que tienen familia y a veces su cabeza está más pendiente de sus problemas que de los míos, pero somos personas, niños que nos agarramos fuertemente a la vida; aunque la naturaleza nos haya dado estos pequeños fallos en nuestro cuerpo, aunque la ciencia nos haya dicho que no íbamos a hacer ciertas cosas, como a mí que más de un verde me dijo que podía nacer como un “vegetal”, y aquí estoy luchando por seguir adelante, asombrando y sorprendiendo a muchos por cómo he ido evolucionando.

El día de mi revisión que estaba siendo muy bonito y lleno de alegrías, se ensombreció con este mar de noticias tan oscuras. Mamá salió de la consulta con la esperanza de que la semana siguiente, cuando llamara a nuestra neuróloga, le diera buenas noticias. Mis padres estaban confundidos, se sentían entre la espada y la pared. La decisión de Arizona ya se había tomado, pero y ¿si el verde de Madrid podía quitarme al señor hamartoma? ¿Y si por un casual ese informe escondía una maravillosa sorpresa? La curiosidad y la incertidumbre eran muy grandes.

Cuando mamá volvió a llamar a la neuróloga, una semana después, le dijo que el neurocirujano le daba largas sobre el informe, le decía que lo tenía pero no se lo daba; además se presentaban varios problemillas: que se iba de vacaciones por lo que no íbamos a conseguir el informe hasta septiembre (si realmente existía); que los de Arizona nos podían contestar dándonos una cita para la operación en cualquier momento; que teníamos que decidir qué hacer en tal caso porque si aceptábamos la cita de Arizona mis padres tendrían que pagarles un poco antes de ir.

Así que mamá decidió presentarse en la consulta del neurocirujano para que le explicara qué estaba pasando y para que le diera el informe de Madrid. ¿Qué creen qué pasó? La realidad siempre supera la ficción. Mamá esperó, esperó y esperó (ya saben que ella es una experta en eso) delante de la puerta de la consulta. Preguntó por él, por la enfermera, pero allí no aparecía nadie. Siguió esperando. Volvió a preguntar. Fue a la consulta de mi neuróloga, pero ella seguía sin saber nada de ese “doctor”. Volvió a la consulta del neurocirujano. Esperó. De repente, llegó una enfermera que empezó a dar órdenes y abrió la puerta de la consulta. Mamá se acercó a ella y se presentó. La cara de la enfermera cambió inmediatamente, su sonrisa se borró, sus gafas volvieron a su lugar, en lo alto de la nariz para que pudieran hacer su función y ofrecerle una mejor visión de mi madre, sus manos no sabían dónde ponerse, se movían arriba y abajo, de un lado a otro, estaban un poco alteradas, igual que su dueña. Mamá sacó de su interior un tono conciliador. Saben, mi madre ha aprendido durante estos años que hay que tener diferentes tonos de voz y saber comportarse de distinta manera según con quién hables en la “casa de los doctores”. Es como si tuvieras dentro de ti un baúl de disfraces porque el hospital es como un gran teatro con muchísimas personas que intentan hacer su función lo mejor que pueden o sólo personas que van a hacer su función lo antes posible y poder irse a sus casas sin problemas ni responsabilidades. No es lo mismo hablar con un verde que hablar con un verde-rosa; no es lo mismo hablar con una enfermera que quiere su paga a final de mes e irse a su casa tranquila, por lo que no se va a preocupar mucho por tu caso; que hablar con una enfermera a la que nada más decirle un poco lo que tienes ya te aporta alguna solución y te dice que no hay problema; no es lo mismo hablar con una persona de administración a la que le preguntas alguna duda sobre la cantidad de papeles que tienes que rellenar y lanza esa mirada fulminante que te indica que piensa que eres una inculta y que probablemente no te vaya a explicar nada; que hablar con la de administración que con sólo verte te saluda con un “buenos días” y te invita a sentarte con una sonrisa en su cara. No es lo mismo.

Por eso, durante estos años, mi madre ha confeccionado muchos “disfraces” y “tonos” y ha aprendido a utilizarlos según “la función” a la que tenga que ir. Cuando la enfermera del neurocirujano se acercó, mi madre sacó el tono conciliador para saber cómo podía tratarla en un principio.Con los años se ha dado cuenta que cuando habla con alguna enfermera hay que “tantear el terreno”, como dice ella. La enfermera del neurocirujano resultó ser de esas que se llevan a casa los problemas de los demás. Le explicó a mamá que llevaba desde hacía tiempo pidiéndole el informe al neurocirujano, pero que a ella también le daba largas.

¡¿Cómo!? Mi madre no se lo podía creer, era totalmente increíble. Allí mismo, delante de mi madre, la enfermera llamó al neurocirujano por teléfono y le dijo que la madre de Daniela estaba esperándole para que le diera el dichoso informe. ¿Creen que apareció el “doctor”? ¡¡¡No!!! Lo único que dijo fue que no se preocupara que antes de irse de vacaciones la semana siguiente le dejaría a mamá el informe en la consulta. Mamá se fue a casa con las manos vacías, bueno casi vacías pues la enfermera le dejó su número de teléfono para que mamá la llamara por si tenía noticias.

¿Están bien? ¿Cómo se han quedado? ¿Comprenden algo? Ya sé que más de uno estará pensando: “Pues yo habría ido a …” “Pues yo le hubiese dicho que…” “Pues yo le habría puesto una …” Tienen que saber que no es tan fácil cuando te enfrentas a gente que además, como dice mi madre, tiene la “sartén por el mango”; hay que elegir bien el disfraz y el tono porque mi madre siempre dice que todo lo hace por mí, por mi bienestar, hay que conseguir las cosas por mí y si nos dan un poco más, pues mejor; si fuera por ella ya se los habría “comido con papas”, pero hay que tener paciencia, pensar las cosas, no sacas nada si te enfrentas a estas personas como una fiera porque, desgraciadamente, ellos pueden convertirse en unas fieras monstruosas. Hay que conseguir que cometan un error. Hay que esperar y pensar y en eso nosotras ya somos casi expertas. Ja, ja, ja.

Mi madre esperó una semana más y llamó a la enfermera.

-¡Ay! ¡Cuánto lo siento! El doctor se ha marchado de vacaciones y no ha dejado el informe. Le he llamado varias veces al móvil pero no me lo ha cogido.

- ¿Y cuándo vuelve?

- Creo que dentro de un mes.

- Gracias, muchas gracias por su ayuda. Ha sido muy amable.

Un mes. Mucho tiempo. Los verdes de Arizona podían llamar en cualquier momento y tendríamos que dar una contestación. La batalla con los verdes de Madrid se había perdido. Se acabó.

El mes de julio ya había empezado y yo mi rehabilitación en el cole. Iba en guagua por la mañana, no muy temprano, realizaba mis ejercicios e iba un día a la piscina para realizar hidroterapia. Esa parte me encantó, de hecho mi fisio le dijo a mamá que para el nuevo curso me iba a dejar las sesiones en piscina porque me hacían mucho bien.

Durante ese mes otra fisio trabajó conmigo. Yo la conocí durante el curso y conecté muy bien con ella, así que cuando vi que iba a trabajar conmigo en julio, me alegré mucho. Siempre me ha llamado la atención su pelo, negro, muy negro, brillante; y su sonrisa, expresiva siempre ahí para animarte.

Mientras yo iba al cole, mamá y Natalia se quedaban en casa y disfrutaban juntas del verano, pero a mí no me importaba porque sabía que cuando llegara a casa iban a estar las dos esperándome para recogerme de la guagua y después nos iríamos a la piscina.

Un día mamá recibió una llamada de mi neuróloga.

-¡Hola mamá de Daniela!

-¡Hola Doctora! ¿Ocurre algo?

-Tengo una buena noticia. ¡He recibido el informe del médico de Madrid.

- ¿¡Cómo?! ¿Ya se lo ha dado el neurocirujano?

-¡No! De él no sé nada. Además ya se ha ido de vacaciones y ni siquiera me dijo nada. Así que decidí mandar un email al médico de Madrid para ver si él me podía mandar el informe que había hecho sobre el caso de Daniela. Me dijo que él no conocía ni había recibido ninguna resonancia de ninguna niña llamada Daniela.

-¡¿Cómo!? ¿Eso quiere decir que el neurocirujano no mandó las resonancias a Madrid? Después de cuatro meses esperando por la contestación, ¿me está diciendo que el médico de Madrid nunca recibió las resonancias? Y entonces, ¿por qué el neurocirujano de aquí ha dicho que tenía un informe de él? No entiendo nada.

-La entiendo perfectamente. Yo tampoco entiendo nada. Ya sabe que he intentado hablar con el neurocirujano en varias ocasiones y que he ido a su consulta y me ha dado largas. No entiendo su actitud. Así que me encargué de mandar las resonancias a Madrid y a los pocos días recibí el informe. El médico es una persona muy amable que enseguida se interesó por el caso y me ha dicho que cualquier cosa que necesitemos él nos atenderá con mucho gusto. Le voy a reenviar el email para que ustedes decidan y piensen en todo lo que dice sobre el caso de Daniela.

- Muchas gracias doctora. Ha sido muy muy amable.

Mi madre no se podía creer la conversación que acababa de tener con mi neuróloga. Era tanta la rabia, la impotencia, la tristeza que sentía que no sabía cómo reaccionar. ¿Cómo podía alguien que dice ser médico actuar de esa forma? ¿Cómo podía jugar con la salud de una persona? No es que, porque yo sea una niña, haya que tener más consideración por mi edad. Es que todos somos personas y todos necesitamos una atención, sobre todo de los médicos, que se supone que están para ayudarnos. Hay que pensar que si el médico de Madrid tiene experiencia y me puede quitar al señor hamartoma no es lo mismo ir a Arizona que a Madrid.

El informe del médico de Madrid decía exactamente lo mismo que los verdes de Arizona y que los franceses: el señor hamartoma tenía que desaparecer de mi cabeza. Pero además nos ofrecía tener una entrevista con él si mis padres tenían mucho interés; nos daba incluso instrucciones para pedir cita en una Clínica en la que trabaja para que nos la dieran lo antes posible pues él también se iba de vacaciones; porque si no tendríamos que esperar hasta septiembre. Era una carrera contra reloj, estábamos a finales de julio y esperar hasta septiembre supondría correr el riesgo de que llamaran los de Arizona y tener que darles una contestación, y ya que teníamos la oportunidad de Madrid había que aprovecharla.

Ya saben que mis padres no dejan nunca nada para mañana. Llamaron a la Clínica para pedir cita y se la dieron para dos días después. Era martes, y la cita la tendrían el jueves a media mañana. Mi madre organizó todo: comidas, medicinas, llamó a mi abuela materna para que se quedara con nosotras en casa (era mejor que mis padres fueran solos) y a mis abuelos paternos para que estuvieran pendientes también.

Se fueron a Madrid el jueves muy muy temprano cargados de ilusión y esperanza. Cuando mi abuela me despertó para darme el desayuno me quedé asombrada pues no esperaba verla en casa. Mi hermana me explicó dónde estaban mis padres, así que intenté portarme lo mejor que pude y de esa manera ayudar un poco, igual que Natalia que se preocupó mucho por mí y por mi abuela. Era la primera vez que mi abuela se quedaba con nosotras un día entero, la primera vez que me tenía que dar todas esas medicinas. Normalmente se queda para cuidarnos si mis padres salen a cenar igual que mis otros abuelos, pero nunca se había tenido que enfrentar a todas mis cosas. No es que sea difícil, saben, pero al no poder caminar, ni hablar, no puedo ayudar mucho. Por ejemplo: mi abuela me puede coger para llevarme a la cocina, a mi habitación, pero bañarme, meterme en la bañera ya es demasiado para ella; otra cosa que hay que estar muy pendiente es de mis medicinas, pero mamá le dejó todo apuntado porque tomo medicinas por la mañana, al mediodía y por la noche. Aunque ella sabe perfectamente cuándo me está dando una crisis y cómo tranquilizarme, yo sabía que estaba un poco asustada, no por mí sino por ella, quería hacer todas las cosas bien. Siempre dice que las personas de su edad se vuelven como niños, se les olvidan las cosas y se vuelven un poco torpones, pero desde luego yo no noté nada de eso. Hizo todo como si mis padres estuvieran en casa y, además, por la tarde vinieron mis abuelos paternos con mis tíos y nos hicieron compañía. Se quedaron con abuela hasta que yo me dormí. La verdad es que formaron un buen equipo y entre la compañía de unos y de otros el día se pasó muy rápido.

Mis padres llegarían muy tarde esa noche. No los vería hasta el día siguiente. Cuando mamá me despertó me cogió y me abrazó, noté que su abrazo era más fuerte. Creo que me había echado de menos. Cuando la miré para darle mi beso de buenos días le noté unas sombras oscuras debajo de sus ojos aunque se disimulaban cuando sonreía y estuvo sonriendo durante todo el día. Mi padre tenía también las sombras y la misma sonrisa. ¿Qué había pasado en Madrid? Mi madre les contará lo que pasó.
Nuestro viaje a Madrid fue relámpago, como se dice. Llegamos muy temprano y nos fuimos directamente a la Clínica donde trabaja el neurocirujano pues está a las afueras de Madrid y no queríamos perdernos. Nos recibió muy puntual y cuando entramos en la consulta nos quedamos impresionados. Nos habíamos hecho la idea de encontrarnos con un señor algo mayor, pero quien nos recibió era un hombre joven, con una expresión en su cara de amabilidad que hizo que desaparecieran los nervios enseguida. Nos explicó que su experiencia en hamartomas hipotalámicos era de siete casos, unos tres como el de Daniela; que conocía perfectamente a los verdes de Arizona, a los verdes franceses, sus trabajos, igual que ellos conocen el suyo; que no habíamos encontrado mucha información sobre su trabajo en Internet porque no son casos muy cotidianos y que no todo se publica; que él estaría dispuesto a operar a Daniela, pero que no nos garantizaba la eliminación total de las crisis, sí las gelásticas, pero no las focales; que intentaría quitar por completo al señor hamartoma; que buscaríamos una fecha de operación en la que él no tuviera que salir para nada de Madrid, pues le gustaría que Daniela permaneciera unas tres semanas después de la operación en observación y controlada por él; por supuesto que la decisión era nuestra y que si preferíamos que la operaran en Arizona no habría ningún problema. Al final nos dijo: “Tened claro que la decisión que toméis sobre vuestra hija siempre será la acertada y la mejor, sea aquí o en Arizona”.

La tranquilidad se había instalado en nuestros cuerpos por un momento. Nos había causado muy buena impresión y nos tranquilizaba saber que había operado varios casos, que sabía de qué estaba hablando, de qué enfermedad se trataba, sus síntomas, los riesgos de la operación, del postoperatorio, que había estudiado el caso con su equipo, que habían valorado los diferentes puntos para acceder al hamartoma para poder quitarlo lo mejor posible. Todo. Sólo me quedaba averiguar una cosa más antes de despedirme. Era algo que le había dado vueltas durante el viaje, algo que no sabía si preguntar. La entrevista con él me dio la fortaleza para preguntarle y confirmar así mis sospechas. Me armé de valor y le pregunté:

- ¿Recibió usted, en el Hospital 12 de Octubre, unas resonancias de Daniela enviadas por el neurocirujano de Las Palmas?

-No. Pero a lo mejor se han podido traspapelar.

-Eso es imposible –dije con una sonrisa – ya que si se han traspapelado usted no las ha visto, y si no las ha visto no ha podido hacer un informe sobre Daniela. ¿No es así?

-Evidentemente.

-Bien. Pues no entiendo por qué el neurocirujano de Las Palmas dice que tiene un informe suyo sobre el caso de nuestra hija.

-Le aseguro -dijo sintiéndose un poco acorralado- que yo tengo muchos casos y que a lo mejor alguno se me puede olvidar hasta que pongo a funcionar mis neuronas, pero si yo hubiese visto una resonancia de su hija, tenga por seguro que no se me hubiese olvidado esa imagen. El caso de su hija es muy complejo y raro; es muy difícil olvidarse de él y menos si hubiese hecho un informe sobre ella. La primera noticia que tuve de Daniela fue cuando su neuróloga me envió un email contándome su caso.

-Muchas gracias doctor .Me ha ayudado mucho. Ha confirmado mis sospechas.

-Lo siento.

Volvimos a Las Palmas con la sensación de que nos habíamos quitado un gran peso de encima y, aunque tuvimos unas cuantas horas de retraso hasta que salió nuestro avión, no nos importó. Lo duro había pasado y sabíamos que Natalia y Daniela estaban en buenas manos con todos sus abuelos. Ya llegaríamos a casa. ¿Verdad Daniela?

Pues sí, llegaron con esa sonrisa y esa sombra debajo de los ojos que después me dijo Natalia que se llaman “ojeras” y que salen cuando no has dormido bien o estás muy cansado. Creo que mis padres tenían ambas cosas. La situación había cambiado por completo. La decisión de quedarnos para operarme en Madrid o en Arizona estaba en juego, aunque me daba la sensación de que iba ganando Madrid.

Mis padres hablaron con mi neuróloga para explicarle todo y siguieron buscando información sobre el neurocirujano de Madrid. Todo lo que encontraban o lo que les comentaban era muy favorable, tenía mucha experiencia en quitar a señores extraños de la cabeza de niños, se preocupaba mucho de sus casos, y lo más importante, como nos dijo él, le gustaba su trabajo. Así que un día mis padres nos reunieron a mi hermana y a mí y nos confirmaron lo que yo ya sospechaba: Madrid había ganado el partido. ¡Me iban a quitar al señor hamartoma en Madrid! Después de esta gran noticia lo que quedaba de verano lo pasamos más relajados.

Papá decidió coger unos cuantos días de vacaciones para poder ir al sur, pero no al apartamento de mi abuela, sino al de mis padrinos que nos ofrecieron el suyo para que descansáramos todos. Todo estaba muy cómodo para mí y sobre todo para mis padres que no tenían que “cargar” conmigo para llevarme de un lado para otro. Sin embargo hay veces que las cosas no salen como uno quiere y de la ilusión del primer día se pasó a la desesperación por el calor, en concreto aire caliente, el dolor de garganta por el aire acondicionado, el sarpullo en mi cuerpo por el dichoso calor… Así que aunque intentamos aguantar a ver si el tiempo cambiaba, al final mis padres decidieron recoger todo y volver a nuestra casa en Las Palmas.

No sé si fue la tranquilidad o la alegría por saber que por fin iba a poder echar a ese señor de mi cabeza que durante el mes de agosto y de septiembre apenas tuve crisis; es más estuve varias semanas en las que no apareció ninguna. ¿Se habían ido ellas también de vacaciones?

Septiembre llegó y eso significaba que las vacaciones de verano finalizaban. Una sensación de temor se apoderó de mí al pensar en que si las vacaciones terminaban podían volver las crisis también, pero por el momento la cosa seguía igual. Además estaba tomando una medicina de homeopatía para las crisis que me estaba funcionando bien. Verán, desde muy pequeña, bueno desde que nací, mi madre decidió que ya que estaba tomando tanta medicación para mis crisis, lo mejor que podía hacer era evitar más medicación. Así que si me daba un poco de catarro, una gripe, un dolor de estómago, fiebre, dolor de los dientes, e incluso cuando me picaban esos dichosos mosquitos que hacen que se me hinche la herida y se me infecte; para todo utiliza la medicina homeopática. Mi médico homeópata también trata a mi hermana y la verdad es que siempre la cura, y como es médico sabe que si hay que utilizar otras medicinas que no sean de homeopatía, pues se utilizan. El empieza con la homeopatía y, aunque los tratamientos son lentos, hay que tener paciencia y tomarlos a raja tabla, a veces incluso cada hora, así que hay que ser constantes y pacientes. Si la enfermedad persiste, ya se ocupará de mandarnos otras medicinas. Así me he curado de muchas cosas. ¡Fíjense que hasta ahora nunca, nunca, nunca me he tenido que tomar esa medicina a la que llaman antibiótico!

El día 9 de septiembre empezó el nuevo curso. El primer día de cole mamá me dio la sorpresa de llevarme y así no tener que levantarme tan temprano para coger la guagua. Cuando llegamos estaban esperándonos mi profe, mi auxiliar, mi fisio… Todas me recibieron con muchos besos y encantadas de volver a verme. Se quedaron asombradas por lo que había crecido y también porque había adelgazado bastante. Los primeros días de cole fueron geniales. Parecía como si no hubiese estado de vacaciones, me acordaba de todo y no extrañaba a nadie ni a nada. Sin embargo, noté que alguien más había vuelto de vacaciones. ¡Eran las crisis! ¡Lo sabía! Sabía que tarde o temprano iban a coger algún avión y se iban a presentar otra vez para acompañar a su queridísimo señor.

Un día me saludó “una” tímidamente, apenas la noté, aunque mi madre sí se dio cuenta. Lo sé porque me miró, cerró los ojos y suspiró. Después me dijo: “Ya están aquí, ¿verdad Daniela?” A partir de ese momento se activó la alarma otra vez en toda la familia. Teníamos que estar pendientes y en alerta por si alguna más quería visitarme. Yo seguía asistiendo a mi cole y mamá activó también la alarma allí. Se quedaron muy tristes porque pensaban que ya por fin esas tontas crisis habían desaparecido, pero yo sabía que no.

Mientras Natalia y yo estábamos en el cole, mamá se dedicó a arreglar todos los papeles para poder irnos a Madrid. Ahora tocaba empezar otra vez, casi desde cero. El primer paso que teníamos que dar era ir a Madrid para que el neurocirujano de allí me conociera y me hiciera una Historia clínica en el hospital donde me iban a operar que se llama Hospital 12 de Octubre. Así que, como ya saben, hay que pedir muchos papeles, rellenarlos, hacer fotocopias, volver al mismo lugar para entregarlos, volver para buscar otro papel porque siempre se te olvida algo o no te informan bien… ¡Vaya rollo!

Después de tener los papeles en orden y entregados sólo quedaba esperar a que nos llamaran de Madrid para darnos cita con el médico. Milagrosamente la llamada no tardó mucho y un día cuando llegué del cole mi madre me dijo que teníamos que hacer un viaje cortito a Madrid para conocer al médico que me iba a ayudar. Natalia no podía venir porque además de tener cole nosotros íbamos a estar todo el rato en el hospital y ella se iba a aburrir. No le gustó mucho la idea pero la aceptó.

¿Se acuerdan de la “Gran casa de la Seguridad Social”? ¿Se acuerdan que no podía ayudarnos cuando queríamos ir a EEUU? Pues bien, ahora parece que sí, que nos pueden ayudar en el traslado a Madrid, la estancia y cuando me operen. Así que cuando nos llamaron para decirnos que podíamos ir a buscar los billetes para el viaje no nos lo podíamos creer.

El día 24 de Octubre, papi, mami y yo cogimos un avión destino MADRID. El viaje de la operación había comenzado. Ese viaje tan deseado durante tres años por fin había empezado, por fin veíamos avanzar nuestras vidas, por fin veíamos una pequeña luz al final del túnel; una luz que espero ver con más intensidad, una luz que ojalá llene mi vida y la de toda mi familia de alegría y aunque sé que tendré que seguir trabajando mucho, aunque sé que la operación no me va a hacer caminar ni hablar, ni voy a aprender de repente todo lo que no he aprendido en estos años, tengo la esperanza de que si me quitan el señor hamartoma las crisis de risas se irán con él y, aunque el médico dice que no garantiza que las otras, la de los puños, se vayan, sí podría haber una mejoría. Mi esperanza e ilusión es que todo esto me ayude en mi vida diaria, que pueda realizar mis ejercicios sin interrupciones de crisis y así trabajar mejor, que la medicación pueda desaparecer o por lo menos reducirse, eso también me ayudaría mucho en mi evolución. Tengo mucha fe y mucha esperanza de que todo salga bien, tengo ganas, estoy ansiosa, aunque también tenemos… miedo. ¿Verdad mamá, papá?

El día que fuimos al hospital nos tuvimos que levantar muy temprano porque el médico nos citó a primera hora. Nos vino a buscar mi tío-abuelo (el del pañuelo, ¿se acuerdan?) y se pasó todo el día con nosotros pendiente de si necesitábamos cualquier cosa. Cuando la enfermera nos llamó para entrar en la consulta, mis padres respiraron profundamente y mi tío-abuelo nos deseó suerte.

El médico saludó a mis padres muy cariñosamente y clavó sus grandes ojos verdes en mí de una manera que casi me asustó. No porque me diera miedo sino porque fue una mirada penetrante, de incredulidad, de sorpresa. Inmediatamente empezó a realizar una retahíla de preguntas sobre cómo me encontraba, mis crisis, mi evolución psicomotora, etc. Cuando mis padres empezaron a contarle los progresos que había conseguido con mi fisio en casa, en el colegio, las ganas y el interés que siempre demuestro en todo y la mejoría en mis crisis con la medicación y la medicación homeopática, él sólo me lanzaba esa mirada penetrante y su cabeza asentía una y otra vez hasta que por fin dijo:

- Bueno, me vais a perdonar por lo que os voy a decir porque a lo mejor vais a pensar que este médico está loco o no sabe qué hacer. Ya sé que cuando nos vimos en agosto os dije que podía operar a vuestra hija, pero no es lo mismo ver sólo una resonancia a ver a la paciente; es decir al ver las resonancias de vuestra hija, que sólo son imágenes, me hice una idea de cómo podía ser, me imaginé a una niña con un problema muy grande, una niña que debido a sus malformaciones cerebrales podía estar más afectada, una niña con características propias de un síndrome, pero es que vuestra hija no refleja para nada lo que tiene. Está totalmente conectada, entiende todo y actúa de forma normal, aunque sí se aprecia un retraso madurativo que es evidente porque no camina ni habla, pero por lo demás está muy bien. Además me contáis que las crisis han mejorado considerablemente. Así que, sin que os asustéis, os voy a proponer esperar un poco más para realizar la operación.

- ¡¡¡¿Cómo?!!!

- No os preocupéis. Sólo os digo que de momento vamos a esperar.

No se pueden imaginar la cara que pusieron mis padres. ¡NO ME IBA A OPERAR! Era una sensación extraña, una alegría desconcertante. Una alegría porque a todo el mundo le gusta que le digan que su hija, a pesar de todo lo que tiene, está muy bien y que merece la pena seguir luchando porque la evolución es muy buena; desconcertante porque este viaje se suponía que era el comienzo del “gran viaje”. Poco a poco nos fuimos tranquilizando y el médico nos explicó su plan.

-Veréis, lo que quiero es esperar un mes más a ver cómo evoluciona Daniela, dado que ahora mismo sus crisis son muy pocas y ella está muy bien. Lo que quiero que hagáis es que dentro de un mes volváis para verla no sólo yo sino también todos los especialistas: neurólogos, endocrinos, anestesistas y nosotros; de esa forma ya le elaboramos una Historia Clínica y ya tenemos parte del camino hecho si tuviésemos que realizar la cirugía en breve. Además quiero que entre ya en la Lista de espera quirúrgica del hospital. Lo que tenéis que hacer ahora es pedir cita en las diferentes consultas para el día 25 de noviembre entregando unos papeles que os voy a rellenar. Se trata de que todos podamos ver a Daniela el mismo día para que no tengáis que venir varios días seguidos.

Cuando salimos de la consulta con mi agenda llena de papeles, una enfermera cogió a mamá del brazo la llevó al pasillo atestado de gente y le empezó a explicar dónde estaban las diferentes consultas de los especialistas para pedirles cita.

¡¡Uff!! Mamá se enfrentaba a una dura tarea. Para el médico era fácil decir que quería que me vieran todos el día 25, pero lo que él no comprendía es que cada consulta es un mundo, tiene sus pacientes, su médico muy liado y… su enfermera. Mamá sí lo sabía y por eso avisó a mi padre y a mi tío para que tuvieran paciencia pues la cosa iba para largo.

Nos situamos en el centro del hospital, justo en la entrada y desde allí se divisaban todos sus caminos. Parecía que estábamos en la palma de una mano y alrededor veíamos los diferentes dedos, como caminos; mamá tenía que adentrarse en cada dedo para buscar la consulta de cada especialista. Se despidió de nosotros no sin antes colocarse su coraza que, gracias a Dios, la había llevado y se adentró por uno de los dedos. Caminó hasta que encontró una puerta donde decía Lista de espera quirúrgica y entró. Al cabo de un ratito salió con más papeles y una sonrisa. ¡Prueba conseguida! Ya estaba apuntada en la lista de espera.

Otro dedo: la consulta del endocrino. Espera, espera. Se abre la puerta y aparece una de esas enfermeras con las gafas al final de su recorrido y su pelo recogido en lo alto de su cabeza que parecía una fuente. Mamá se acercó y le pidió cita, contándole que veníamos de Las Palmas y que la intención era que el 25 de noviembre me pudieran ver todos los especialistas. Las gafas no vuelven a su lugar cerca de los ojos, sino que los ojos se esfuerzan por ver por encima de ellas (no sé para qué las tiene), no hay sonrisa, no hay movimiento en sus manos, que están ocupadas por unos papeles; sólo hay una mirada fija clavada en mamá que dura unos segundos acompañada de un silencio absoluto. De repente, los ojos de la enfermera se posaron en los papeles que tenía en sus manos y al mismo tiempo su boca se fue moviendo lentamente hasta que por ella salió una palabra: “imposible”.

Mi madre supo en ese instante que tendría que hacer de todo para convencerla. Empezaría pues una batalla de tira y afloja. Un sinfín de impedimentos salieron de repente por la boca de la enfermera, parecía un túnel por el que salen miles de coches después de un atasco: que tenemos muchos pacientes, que hasta dentro de dos meses no le puedo dar cita, que primero van los pacientes que ya tienen Historia clínica, que a Daniela hay que hacerle una Historia clínica y eso requiere tiempo… Mamá escuchó todo pacientemente, afirmando de vez en cuando. Pero en el fondo de su ser estaba preparándose la mamá luchadora, poco a poco iba emergiendo como la ola que se forma en nuestra playa de Las Canteras. Una ola que emerge silenciosa, pequeña e inofensiva, que se va transformando en una masa de agua, con una gran cresta de espuma como tocado; adquiriendo cada vez más fuerza. Así se fue transformando mamá, silenciosa, callada… Cuando la enfermera volvió sus ojos hacia ella encontró una mamá diferente, con más fuerza, que le dijo:

-Ya sé que están muy ocupados. Ya sé que somos nuevos, pero mi hija no tiene una gripe, estamos a la espera de una operación y el neurocirujano quiere que todos los especialistas que la van a tratar en el pre y postoperatorio la examinen el día 25 de noviembre porque, si Dios quiere, podrán operarla en febrero. Así que si no le importa me gustaría que lo consultara con el endocrino, o bien pase usted por la consulta del neurocirujano si quiere verificar lo que le estoy diciendo. Tenemos que coger un avión dentro de dos horas para Las Palmas de Gran Canaria, que como usted comprenderá no está a la vuelta de la esquina, y necesito dejar zanjado este tema.

Se cierra la puerta de la consulta. Espera. Se abre de nuevo la puerta y esta vez la enfermera aparece con sus gafas bien puestas y una media sonrisa se refleja en su cara, parecía como si hubiese querido desplegar una gran sonrisa, pero debido a su poca práctica se debió quedar un poco atascada. Creo que si ensayara un poco lo conseguiría.

-El médico les recibirá hoy mismo. –dijo-. Esperen aquí y les llamaré dentro de un momento.

La ola llegó a la playa llenando la orilla de espuma. La calma volvió a reinar.

El endocrino resultó ser también una persona encantadora y joven. Me examinó de arriba abajo y le hizo muchas preguntas a mamá. Pero de repente pidió los resultados de mis análisis y, claro, como era la primera vez que iba a su consulta, pues allí nadie tenía nada, ni un papel, ni una prueba, ni resultados, nada de nada. Así que el médico se quedó mirándonos con cara de no poder hacer nada más y a mis padres les entró el temor de que empezaran a hacerme pruebas otra vez. ¡Por Dios! Era como volver al principio, empezar de cero, como si tuviera tres meses de vida.

Mi padre sacó una cajita de su bolsillo parecía más bien un rotulador pequeño, y le dijo al médico que él tenía toda la información que necesitaba guardada en ese rotulador. El médico abrió los ojos y dijo: ”¡estupendo!”; y lo cogió. Acto seguido lo introdujo por un lado del ordenador, le dio a unas cuantas teclas y enseguida salió en la pantalla una fila de carpetas. Cada una de ellas tenía un nombre que indicaba lo que podías encontrar en ellas: análisis, resonancias, ecografías, informes, etc.

Ya he dicho alguna vez que mis padres se complementan muy bien. Mi madre siempre se ha dedicado a llevarme a los médicos, pedir citas, hablar con ellos; y mi padre se ha dedicado a recopilar todos los informes y pruebas que me han ido haciendo a lo largo de mi corta vida, les hace una foto y los guarda en el ordenador. Así poco a poco, juntos, han ido creando mi Historia clínica, además mamá (con permiso de mi neuróloga) ha ido escribiendo un informe clínico. Recopiló todos los informes de todos los especialistas y de todas las pruebas y los puso juntos, ordenados por fechas, añadió también los diferentes cambios de medicación que he tenido a en estos años, así si alguien quiere saber de mi enfermedad desde el principio, sólo tiene que leer el informe de mi mamá. Mi neuróloga siempre tiene una copia porque ella le da el visto bueno y está encantada.

Los ojos del endocrino se movían de un lado a otro leyendo los informes, viendo las imágenes que tengo de la señora resonancia y al ver el informe de mamá preguntó si podía hacer una copia porque estaba muy completo. Después de leer y leer, preguntó si me habían hecho alguna vez una radiografía de manos, para ver mi edad ósea.

¿Qué es eso de la edad ósea? Les explico: cuando una tiene pubertad precoz significa que se desarrolla más rápido de lo normal. ¿Se acuerdan cuando era pequeñita que mi madre le dijo a la endocrina que mis pechos estaban muy inflamados? Gracias a eso me hicieron una prueba hormonal y el resultado fue que tenía pubertad precoz, desde ese momento tengo que pincharme una inyección todos los meses (una hormona) que frena esa enfermedad. Pues bien, otra prueba que hay que hacer para saber si la enfermedad se ha frenado es esa radiografía, ya que al desarrollarte tan rápido normalmente la edad ósea es mayor que la edad que tienes.

Mis padres contestaron que no, que nunca me habían hecho esa prueba. Llevábamos toda la mañana en el hospital y nuestro vuelo de regreso a Las Palmas salía en cuestión de horas, así que no teníamos mucho tiempo para realizar pruebas. Mi madre pensó que el médico querría hacerla cuanto antes y tendríamos que quedarnos y alargar un poco el viaje. El médico, tal y como pensó mi madre, propuso realizarla, pero mamá se armó de valor y le dijo nuestra situación y que sería muy difícil quedarnos más tiempo pues perderíamos el avión; a lo mejor para la siguiente visita se podría hacer. Para asombro de todos nosotros, la situación cambió por completo. De repente el médico se levantó, le dijo a la enfermera que nos diera la cita para el día 25, me acarició la cabeza, y nos dijo que le acompañáramos a la sala de Rayos; allí esperamos un poco y cuando salió nos dijo que enseguida vendrían para hacerme la radiografía y que no nos preocupáramos por nada, que se la mandarían a su despacho. “Buen viaje y hasta el 25 de noviembre”- dijo con una gran sonrisa.

Regresamos a Las Palmas con los deberes muy, pero que muy bien hechos. Un viaje que se realizaba tan sólo para visitar y conocer al nuevo neurocirujano se convirtió en un viaje lleno de sorpresas y de gente nueva. Además mamá consiguió que le dieran cita para el 25 de noviembre, excepto los neurólogos, aunque estuvo hasta el último minuto plantada delante de la consulta. Pero allí no apareció nadie. Preguntó a enfermeras, fue a admisión, administración, volvió a la consulta, solicitó hablar con alguien que le pudiera dar una solución, nos quedaba muy poco tiempo para ir al aeropuerto y necesitábamos que nos dieran la cita. Entonces la mandaron a hablar con una señora que se encargaba de todas las citas del hospital y, gracias a Dios, le dio el teléfono directo de la consulta de neurología, ella se encargaría de avisarles para que nos dieran la cita. Unos días más tarde mamá llamó y consiguió la deseada cita.

Así que el siguiente viaje lo haríamos el día 25 de noviembre, un día en el que me verían todos los especialistas que me tratarían si me operaban. Sólo quedaba un mes para saber la respuesta definitiva. ¿Me operan? ¿No me operan? Parece un juego, es de risa, tanto tiempo buscando un buen médico, deseando que me quiten al señor hamartoma, y cuando por fin lo encontramos, a las crisis les da por irse de vacaciones y, claro, yo me presento con un aspecto y una vitalidad inmejorables. Con semejante panorama ningún médico se arriesga a operar, es lógico que prefiera esperar, albergando la esperanza de una mejora que pudiera ser definitiva. Pero no. No piensen que somos pesimistas. Cuando uno lleva tanto tiempo padeciendo y viviendo con estas crisis ya sabe lo que hay. Sabe que no se han ido, sabe que están ahí, esperando, sabe que en algún momento volverán, no se sabe, eso sí, la causa; puede ser el calor, el estrés, nervios, una bajada de las defensas, o simplemente que el señor hamartoma se mueve, se inflama (llámenlo como quiera) y las crisis aparecen de nuevo haciendo de las suyas. Hay muchas posibilidades, tantas que los mismos médicos no encuentran una explicación lógica que dé respuesta a por qué hay épocas buenas sin apenas crisis y de repente vuelven sin motivo aparente. Por eso mis padres aceptaron esperar, era sólo un mes, y después de tanto tiempo de espera ¿qué más daba esperar un poquito más? Ellos sabían que tarde o temprano las crisis volverían a aparecer, tan sólo había que esperar, no tardarían porque llevaba ya bastante tiempo sin ellas.

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¡Toc,toc,toc! ¿Se puede? ¡Ya estamos aquí! ¡Hemos llegado con mucha fuerza! ¿Se puede pasar Daniela?

Una semana después de nuestro viaje, estando en la piscina de mi cole, aparecieron todas alborotadas, me pusieron la cara roja y me hicieron llorar mucho. Me asusté porque de repente me empecé a encontrar muy mal y salieron de mi cuerpo como unas 6 ó 7 crisis seguidas, que me hacían cerrar mis puños fuertemente y levantar mis piernas al mismo tiempo, sin mi permiso, un espasmo, otro espasmo, otro, otro… Al final se me pasó. Llamaron a mamá que fue inmediatamente a mi cole. Ella ya sospechaba que podía pasarme, pues ya había tenido alguna crisis, pero muy flojita. De todas maneras, el calor de la piscina climatizada de mi cole pudo también alterarme, por ello mi fisio dijo que a partir de ese momento me daría mi sesión de hidroterapia la primera y mandaría que me fueran a buscar para no estar tanto tiempo en ese ambiente tan caluroso. Fue una gran idea pues ahora voy a la piscina y hago mis ejercicios genial, me lo paso súper divertido y mi fisio le ha dicho a mis padres que estoy mejorando mucho y que me porto muy bien. ¡Oh, fíjense si lo hago bien, que me han puesto otro día más de hidroterapia!

El mes de octubre se fue, pasándole el relevo de mis crisis a noviembre que se convirtió en un mes de esperanza y de ansias para que llegara el día de nuestro segundo viaje cuanto antes. Mis crisis ya se habían instalado definitivamente, así que el médico de Madrid podría comprobar cómo me afectan. Mis padres también estaban ansiosos y mi hermana mucho más pues le habían dado la sorpresa de que iría con nosotros a Madrid. Por supuesto no nos acompañaría al hospital pues se aburriría mucho, por eso la primera noche se quedaría a dormir en casa de mis tías-abuelas que se llevan de maravilla con ella.

El gran día llegó y aunque llegamos muy tarde y hacía un frío espantoso, nos sentíamos muy contentos. Dejamos a Natalia en casa de mis tías-abuelas, aprovechamos para darles un beso a las dos y mi tío-abuelo (como siempre) nos llevó a casa. Nos acostamos nada más llegar, pues al día siguiente teníamos cita con cuatro especialistas. Iba a ser un día largo, cansado, pero esperábamos que muy fructífero. Llegamos a primera hora y fuimos directamente a la primera consulta: Los neurólogos.

Entramos en una mini consulta, tan mini que apenas cabíamos todos y eso que sólo éramos cuatro. Detrás de la mesa se sentaba una chica joven que sostenía un bolígrafo que no soltó y con el que no paró de anotar cosas en mi nueva Historia clínica mientras duró la visita. A su lado, sentado encima de un mueble, un chico, también joven, nos sonreía. Inmediatamente empezaron a realizar las mismas preguntas que nos han hecho a lo largo de estos años sobre mis crisis: mi medicación, mis resonancias, mi enfermedad, etc.

La consulta era muy calurosa y las paredes no eran paredes sino paneles que separaban otras consultas de las que se oían voces de otros pacientes y otros médicos. El calor, las voces, las preguntas, el desvestirme para el examen físico que me hizo el chico joven, otra vez a vestirme, más preguntas; todo empezó a agobiarme, a incomodarme, así que mis crisis vieron una oportunidad única para hacer una gran fiesta y empezaron a salir una tras otra sin parar.

Cuando salimos intentamos respirar muy hondo pero no pudimos pues apenas corría aire, el ambiente estaba tan cargado en el pasillo que sólo sentías la necesidad de salir a la calle aunque fuera hiciera un frío espantoso. Nos encontramos con un verdadero “campo de batalla”. En un pasillo largo, muy largo y muy estrecho , se amontonaban por un lado carros, niños, madres, padres, sillas, bolsas, … Por el otro lado una hilera de puertas se abrían y cerraban constantemente y de ellas salían enfermeras gritando nombres y dando papeles.

Recorrimos el largo pasillo como pudimos, esquivando con mi carro todo lo que encontrábamos hasta llegar a la segunda consulta: Anestesistas. Una señora muy seria, con las gafas pegadas en medio de la nariz, no subían ni bajaban aunque la cabeza subiera y bajara, permanecían pegadas en el centro justo de la nariz. Bolígrafo en mano, apuntó y apuntó todo lo que mis padres le decían y de repente empezó a hablar: “A esta niña se la ve feliz, a pesar de tener todo lo que tiene, se la ve feliz, aunque vosotros ya sabéis que vais a tener un bebé de por vida, por más que pasen los años, seguirá siendo un bebé, pero se la ve feliz. No hay que hacer sufrir a estos niños, ¡pobrecitos!, ya tienen suficiente con lo que tienen. Para qué hacerles sufrir con pruebas inútiles como ese pobre que acaba de salir, que ya no tiene remedio, se empeñan en inyectarle botox en la barbilla para que no se le caiga la baba y eso es un sufrimiento para él; cada seis meses el mismo martirio. Lo peor de todo es que la madre cree que así su hijo mejorará, pero lo único que consigue es una mejoría estética. Debería dejar a su hijo tranquilo en casa, sin sufrimientos. ¿Para qué más cosas? Sin embargo a esta niña apenas se le nota nada y su cara expresa felicidad. Es una monada, un bebé monísimo”.

Seguimos surcando el gran pasillo hasta llegar a la tercera consulta: los Neurocirujanos. Allí estaba mi nuevo neurocirujano, el que tenía la última palabra sobre mi operación. Mamá le entregó los papeles que los neurólogos nos habían dado. Se sorprendió mucho al comprobar que no habían puesto fecha de revisión, pues se suponía que si me iban a operar, los neurólogos me tendrían que ver de nuevo. Así que un poco enfadado por el poco interés de éstos se apresuró a decir que hablaría con ellos para que tuvieran en cuenta mi caso. No estuvimos mucho tiempo con él pues ya había tomado una decisión, sobre todo después del correo que mamá le mandó unas semanas antes contándole mi empeoramiento. Así que sólo nos explicó de nuevo los riesgos de la operación, las ventajas y que él creía que podía operarme en febrero. Nos llamarían unas semanas antes para poder organizar bien el viaje.

Como máquinas salimos de la consulta y como si tuviéramos un piloto automático nos dirigimos a la última consulta: los Endocrinos. El mismo médico que me vio en octubre se acercó a mí y me exploró nuevamente. Después se acercó a su ordenador y comprobó si estaba la radiografía que me habían hecho para saber mi edad ósea, y allí apareció. Mi edad ósea estaba en dos años, eso era muy buena señal, ya que al tener pubertad precoz normalmente la edad ósea es mayor que la edad que tienes, la mía, por el contrario, era menor así que indicaba que la pubertad estaba totalmente frenada. Nos explicó cómo iban a actuar antes de la operación, qué medicamentos me iban a poner y qué efectos secundarios podía tener en el postoperatorio.

Salimos, por fin, satisfechos. Al abrir la puerta principal del hospital una ráfaga de aire frío entró de golpe en nuestros pulmones, nos hizo recobrar todos nuestros sentidos. En ese mismo instante mis padres se miraron y esbozaron una pequeña sonrisa, sólo pequeña, que albergaba alegría y temor. Todo estaba en marcha. Nos quedaban unos cuantos días para disfrutar de Madrid (Natalia volvió a ver la nieve, fuimos a un parque lleno de animales y paseamos por Madrid) de la familia y de los amigos.

Regresamos a Las Palmas. Ya se percibía el ambiente navideño por las calles. Había que celebrar nuestros cumpleaños: Natalia cumplía 9 y yo 4 años. Mamá organizó una merienda con toda la familia en casa y mi hermana y yo lo pasamos genial.

La Navidad llegó y yo me sentía con una vitalidad enorme. Mamá organizó la cena de Nochebuena en casa y asistieron mis abuelos, mi abuela, mi tio, mis primos. El Papá Noel dejó los regalos en la puerta porque tenía mucha prisa, aunque le oímos reír. Me encantó todo lo que me trajo,mis juguetes preferidos, como Dora la exploradora. Los Reyes Magos también fueron muy buenos con todos nosotros y, como siempre, Natalia y mamá les dejaron una cenita en el salón para que cogieran fuerzas.

El tiempo pasa rápido cuando uno está disfrutando (aunque mis crisis seguían molestándome) y te pones triste cuando sabes que las navidades llegan a su fin. Había que volver a la rutina, había que recoger el árbol, los adornos, y preparar todo para el cole. Además comenzaba el cole con una novedad: empezarían a quitarme los pañales. Los días de colegio marcaron la rutina en casa y con ella llegó la espera hasta que volviese a sonar el teléfono para irnos otra vez a Madrid.